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Publicado por
MIGUEL Á. VARELA
León

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Hace unos días vi a la mujer sin cuerpo. Fue en una pequeña barraca en la que la cabeza flotante de una joven lloraba sus desgracias ante un pequeño auditorio. Un fenómeno que, convertido en acción escénica, rememora las viejas atracciones que viajaban de feria en feria asombrando al público con la exhibición de personajes estrafalarios o malformados. Esos seres fugados de aquella vieja e inquietante película de Tod Browning, «La parada de los monstruos», de la que nació el fenómeno friki muchísimos años antes de que Kiko Rivera se hiciera «diyéi».

Me llevó esa mujer sin cuerpo a un viaje en el tiempo. A lo que entonces se llamaba el Real de la Feria, así, con mayúsculas monárquicas, en un Polígono de las Huertas recién urbanizado, todo calor inmisericorde y descampados arcillosos.

Fue el espacio festivo de la Encina en Ciudad del Puente durante años y a lo largo de la avenida principal levantaba sus tenderetes llamativamente pintados un gitano Melquiades, que excitaba la imaginación de los niños con aquellos anuncios prodigiosos: la mujer barbuda, la cabeza parlante, la mujer más gorda del mundo, las hermanas siamesas...

Por allí vendía Espirio chorizos, asados con energía solar antes de que existieran las placas fotovoltaicas. Pepe el barquillero movía la ruleta de la suerte cuando el juego era todavía ilegal en España y repartía obleas tan dulces como su sonrisa, que ha quedado ahora melancólicamente congelada en bronce en la Plaza del Ayuntamiento. Había un tenderete en el que una pareja de autómatas vestidos de maños pisaban uva, incansables, donde se bebía un vino quinado mojado con galleta que daba fuerzas para soportar el bullicio entremezclado de las canciones más horteras del verano.

Eran unas fiestas más humildes, más familiares, más modestas, en las que las mayores atracciones eran las verbenas, con mucho pasodoble y mucha cumbia; las carrozas, con aquellas figuras delicuescentes de la reina y las damas de honor saludando, altivas y tímidas a la vez, y los «fuérganos» disparados la víspera de la Encina para asombrar a los inocentes. Un año, quizá un par de ellos, desfilaron las majorettes de Mont de Marsan y los adolescentes ejercimos nuestra condición de enamoradizos y soñamos esa noche en francés.

A falta de mejores atracciones, la fiesta se la buscaba cada uno porque todo lo que sucedía aquellos días era extraordinario. Luego llegaron otros tiempos, aún no sabemos si mejores o peores, y los ayuntamientos empezaron a tirar de chequera, los intermediarios a engordar facturas, los artistas a poner sus cachés por las nubes y el pueblo a convertir la fiesta en consumo.

Y ahora, la mujer sin cuerpo ya no es una atracción ferial. Es un acto cultural.