Diario de León
Publicado por
Ara Antón.
León

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Un hombre que acababa de salir de la cárcel mató a su suegra e hirió a su novia —todo supuestamente, claro—. A la vista de la historia, repetida hasta la saciedad, surgen preguntas casi retóricas, pues de todos es sabido que nadie va a contestarlas. ¿Qué hace un convicto que no se ha rehabilitado fuera de la cárcel? ¿Por qué ese individuo supone que el resto de los mortales ha de acatar su santa voluntad, bajo pena de muerte si se niegan? ¿Por qué aumentan los casos de la mal llamada violencia de género?

Cuando uno se cansa de esperar respuestas, mira con asombro alrededor. Entonces ve juegos para niños en los que el premio depende de los «enemigos» que mate; programas televisivos donde, sin ninguna piedad, por unos cuartos, se destripa a algunos «famosetes», con consentimiento o sin él, hasta dejarlos sin dignidad, humillados y llorosos; o por el contrario, a verdaderos sinvergüenzas, colocados en los altares de la fama, simplemente por la publicidad que algunos medios han querido darles, hablando con un deje de admiración sobre su vida, milagros y desmanes. Podemos toparnos, sobre todo si se nos ocurre salir de noche, con grupos de adolescentes —o no tanto—, que insultan, arrinconan o vejan a otros chicos, pero, sobretodo, a las desorientadas compañeras, a las que una sociedad cada día más machista, ha convencido de que deben dejarse utilizar porque de lo contrario no serían enrolladas ni progres. Incluso en la intimidad familiar, las relaciones entre padres e hijos, una vez anulada la autoridad por desaforados constructores de futuros, han derivado en verdaderos infiernos, donde los jóvenes hacen su santa voluntad.

Hay violencia por todas partes, incluso en los patios de los colegios o en las propias clases, donde se supone que desbordados, desmotivados e infravalorados profesores educan, o intentan educar, para vivir en sociedad con un mínimo de respeto mutuo. Y digo mínimo porque las llamadas «reglas de educación» no solamente están trasnochadas, es que son hasta ofensivas. Recordemos si no a la muchacha que se siente agraviada porque el amiguete de turno le ceda el paso, ya que ella es una feminista de pro y quiere igualdad; un ejemplo tonto, pero que sirve doblemente para el caso. Si no fuera tan triste hasta podría incitar a risa. Esto es lo que la sabiduría popular —ahora tan denostada por redicha— opinaría, con sorna, que son «palos contra la burra de casa».

Para convivir en sociedad hace falta cultivar la empatía, justo lo contrario de lo que nos empeñamos en hacer. En estos momentos prima el egoísmo, el pasárselo bien sin importar los medios, ya sean materiales o humanos. ¿Cómo alguien va a dejar de hacer su capricho si no es capaz de ponerse en el lugar de aquel a quien ha de machacar para lograrlo? Es imposible que a un maltratador, sea de la calaña que sea, se le pase por la cabeza el sufrimiento de sus víctimas, adultas o criaturas que le miran con aterrada inocencia ultrajada. Quiere algo y va a por ello, amparado en su falta de sentimientos y por una sociedad embrutecida, que vive la satisfacción inmediata como objetivo prioritario.

No educamos para compartir. Recuerdo casos que las generaciones anteriores vivieron, en unos tiempos en que no había «crisis». No tenían nada, pero no se les ocurría hablar de crisis, pues su pasado, presente y futuro eran un apuro, un riesgo y una ruina total. Estas personas, que apenas tenían para comer, repartían sus escasas pertenencias si llegaba a su puerta un conocido, un viajero, un familiar aún más necesitado... No es que fueran especiales, ni particularmente «beatas» o hermanitas de la caridad, es que habían sido educadas en el respeto por la comunidad, por los sentimientos del sufriente y, aunque en algún momento tuvieran conflictos —que sin duda los habría—, sabían que «¿Quién es tu hermano? El vecino más cercano». Repito refrán porque alguien, mucho más culto que yo, los vilipendió, lo que me ofendió porque siempre los he respetado, en la seguridad de que son la sabiduría condensada de un pueblo, que sería más inculto, no lo niego, pero que desde luego era mucho menos egoísta, más intuitivo y respetuoso que estas nuevas generaciones, a las que no somos capaces de apartar de la violencia y del desprecio por sus semejantes.

Por supuesto que no todos los jóvenes son iguales, ni en todas las aulas o familias hay violencia, pero esas personas no son protagonistas, no interesan a nadie, hacemos que pasen desapercibidos, serían demasiado ejemplarizantes y eso no vende. Pero, por propia higiene mental, y sobre todo social, no estaría mal que dejáramos de lado ciertos comportamientos y valorásemos más los corrientes, los de los muchos que no se hacen notar y que serían ideales ejemplos a seguir.

«Retro» ¿verdad? Sí. ¿Qué pasa?

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