TRIBUNA
Los niños: un bien necesario
Andamos revolucionados, y con razón, por los «presuntos» pederastas, algunos de los cuales no se avergüenzan ni se asustan de sus crueles tendencias —como es el caso del último encarcelado—, y se permiten desafiar a la sociedad y a los propios reclusos. Es un tema que nos toca fibras muy sensibles, no sólo porque seamos padres o abuelos; ni siquiera eso es necesario. Cualquier bien nacido siente cómo se le revuelven las tripas ante el dolor de un niño.
Mas esa es una de las muchas formas de maltrato y, con ser de las peores, desgraciadamente no es la única. Los abusos padecidos en la infancia se reflejan en la edad adulta. Si alguien fue torturado, va a torturar a otros o a sí mismo, sustituyendo con saña a su torturador.
Podemos castrar metafórica o realmente a un niño al que se le inculcan ideas negativas contra sí mismo o contra los demás; prejuicios, racismos, rigidez y exigencias imposibles de cumplir, o la falta de normas y apoyos que acompañen sus miedos e inseguridades.
Olvidamos a menudo el respeto por sus sentimientos y emociones, como si, al ver que el pequeño parece distraerse enseguida, no los tuviera o apenas le afectaran, cuando es exactamente lo contrario. Podemos abusar cuando lo humillamos o agredimos verbalmente utilizando sarcasmos u odiosas comparaciones. Y todo eso, atendiendo al mismo tiempo sus necesidades básicas de alimentación, abrigo o escolarización, aunque, desgraciadamente, cada vez haya más críos mal nutridos o viviendo muy por debajo del mínimo en higiene y confort. Me parece que a nivel estatal, y en algunos casos familiar, no se da a estos hechos la vital importancia que tienen.
A este respecto, la responsabilidad de los adultos es enorme. Cuando una pareja decide tener un hijo, de algún modo se les debería haber preparado previamente para la ingente tarea que van a echarse encima. Sí. Ya sé que esto podría no sonar políticamente correcto, pero ¿acaso lo es más someter a un ser inocente al sufrimiento que alguien incapaz —por la causa que sea— va a causarle, no sólo a él sino a la sociedad futura? Si falla la educación, el amor de la familia o la dedicación que un niño requiere, las consecuencias pueden ser nefastas. «No hay tiempo». «Tengo trabajo». «Ya llego tarde». Bien, pues pensémoslo antes. Un pequeño ha de tener su ración de atención, de caricias, de educación y, ¿por qué no decirlo?, de dinero, pues sus necesidades no son precisamente baratas, y no estoy pensando en dispendios excesivos e innecesarios con los que a veces tratamos de cubrir el abandono. Y si hay dudas sobre estos costos, preguntemos a los padres al principio del curso escolar. Evidentemente, el Estado debería garantizar que esa falta de medios económicos no fuera obstáculo para tener un hijo, pues lo contrario sería —ya lo está siendo— una injusticia que debería avergonzar a la sociedad entera.
El ser padre o educador es el trabajo más difícil y fatigoso. Desde luego que todos tenemos derecho a ejercer la paternidad, pero sin engañarnos, sin creer que el bebé de la vecina siempre está tan sonriente o dormido como cuando nos lo encontramos en el ascensor. Desde la responsabilidad, debemos saber que un niño no es un juguete, que es un diamante a pulir cada segundo de su vida y de la nuestra. Es una tarea interminable la de aportar todos los medios a nuestro alcance para lograr que ese ser, que depende de nosotros para todo, llegue a desarrollar su personalidad plenamente, sin trabas ni cortapisas, muy al contrario, con todas las facilidades y posibilidades que se nos alcancen para facilitar su desarrollo.
Sin lugar a dudas, se debe perseguir —y creo que con penas mucho más duras— a los pederastas, intentando, si quedara algún dinero para atención social después de cubrir los movimientos y esplendores de la política, rehabilitarlos para continuar con su vida o, si esto fuera imposible, apartarlos de una sociedad debilitada y desprotegida que, por pura necesidad —y en algunos casos por comodidad— no se ocupa de su futuro como debería.