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Publicado por
alfonso garcía
León

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Anadie se le oculta a estas alturas, sobre todo si ya están lo suficientemente alejadas de la base de la montaña como para dar un cierto vértigo, que el tiempo es una experiencia colectiva. Colectiva en cuanto mide parámetros de quienes vivimos en un tiempo y una época determinada. Ser coetáneo es, sin embargo, uno de los conceptos de mayor elasticidad, ya que la línea que une a todos es muy amplia. De ahí que prefiera hablar del tiempo como experiencia personal, sin ninguna valoración ética ni experiencial , simplemente física, aunque aquellas se suponen —dudo mucho de supuestos y suposiciones— consecuencias o derivaciones del tiempo físico transcurrido, del que tanto se habla, con tantos matices añadidos e incorporados, que las mismas dudas y recelos quedan permanentemente en el aire. En todo el proceso de la vida recurrimos con insistencia a clichés que nos engañen o a modas y actitudes que difuminen un poco lo que no se puede borrar.

Estoy convencido de que «las sagradas barras de los bares» (J.M Caballero Bonald) son realmente sagradas y sustentan buena parte de la sabiduría del pueblo. Delante de una tuvo lugar mi primera conciencia real sobre el paso del tiempo. «¿Qué toma el señor ?», me preguntó el camarero, solícito, desde el otro lado. Tardé en responder, una película vertiginosa recorrió mi mente. «¿Todo aquel que recuerda se equivoca?», me pregunté —hoy sigo con Caballero Bonald, releído—. Ni hablar, o no siempre. Pero en aquel momento tomé conciencia clara de la pérdida de la juventud. Ahora me doy cuenta de la importancia de la constatación de las pérdidas: de la inocencia, de las dependencias, de la juventud, de…, de… Quizá se salva de tantos desprendimientos la vergüenza, esa actitud con frecuencia insolente, no pocas veces digna. Muy digna. Lo cierto es que desde entonces recomiendo un espejo para contemplarse cada día antes de salir de casa, porque si —eso dicen— la cara es el espejo del alma, no se pondrá en duda que el espejo es el dibujo de la realidad. Para qué engañarse. O engáñese si quiere, y además disfrute con ello.

Pasados los años, las cosas se complican. Cuando alguien te dice, con una frase hecha para la tradición de la costumbre, «¡Qué bien te veo!», échese a temblar. Es una frase llena de benevolencia, de misericordia y buenas intenciones, pero engañosa. A saber qué piensa realmente el susodicho, que, por favor, no hable además del pacto con el diablo, con el que, al parecer es fácil pactar en otras ocasiones. El asunto es explosivo si al saludo ritual sigue el «¡Qué bien te conservas!». Me llega entonces a la mente una lata de sardinas —manjar en bocadillo—, que tan bien se conservan… en aceite. A uno, sin embargo, y por la cercanía de las fechas, le queda el recuerdo de la exigencia, en Alcazarquivir, del rey don Sebastián a los hidalgos portugueses: «morir sin prisa».