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Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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En esta monarquía bananera —la España de pandereta, por ser patriotas—, como nos conocen, entre risas dolorosamente burlonas, en medio mundo, las cloacas de la mierda amenazan ruptura por doquier. No se sabe con qué jetas y ladrones podremos amanecer mañana. La vergüenza ajena de despropósitos y atracos de guante blanco —los otros son perseguidos y aireados— nos mantienen en vilo, sin que exista una voluntad inquebrantable de situar a tan finos depredadores de lo ajeno donde les corresponde. El espectáculo, de un dolor profundo entre los ciudadanos, que son quienes verdaderamente pagamos los platos rotos después de haberlos fregado, es simple y llanamente bochornoso. Encima, muchos de ellos se cachondean y nos consideran tontos de solemnidad. Algo de razón deben de tener porque están seguros de que somos mansos. Estos soberbios que entienden muy bien que la avaricia no tiene ideología, predican desde sus púlpitos una democracia hecha a su medida y ambiciones. La auténtica democracia llegará cuando el pueblo no solo elija a sus políticos, sino que también los controle. Sí. Por eso abuchean a quienes abren estos caminos, ellos que dicen perseguir la corrupción. ¿Qué corrupción? ¿Cómo? A uno le gustaría saber, por hablar de dos ejemplos cercanos, cuántos chanchullos ha podido haber en Caja España, desnortada y famélica. O cómo se emplearon los dineros de los Fondos Miner, en qué proyectos y en qué zonas, a veces tan alejados de la filosofía con que nacieron y de generosas cuantías económicas. Lo que nos falta por saber… La cantidad de sorpresas que aún faltan por estallar...

En este contexto, algo parece estar cambiando en la sociedad española, definitiva y manifiestamente harta de tantos desmanes. El hartazgo social será el único revulsivo. Las reacciones, pendulares o no, son lógicas. O explicables. No son tiempos de rasgarse las vestiduras. Se buscan ideas frescas y caras nuevas. Caras nuevas no tienen por qué ser jóvenes, un simple dato biológico. Hay «jóvenes» que han perpetuado también su careto en la escena pública sin que hayan aportado nada, o muy poco, y cuya forma de hacer política se ha apalancado en el horror de la rutina y sus consecuencias: «Vengan días y caigan ollas». Y es que no solo duelen los rostros de los despiadados sinvergüenzas, también muchos silencios que corren el riesgo de la complicidad, silencios interesados o medidos en los contubernios de la perpetuación. Esta, que conste, no tiene tampoco ideología.

Lo que necesitamos, en definitiva, más que caras son tiempos nuevos y que el ciudadano sea de verdad el eje de todos los intereses. No simples comparsas no se sabe de qué. Espectadores anónimos y atónitos. No necesitamos a quienes entienden la política como adaptación, sino como transformación. Hace falta una profunda y urgente transformación. Ya es hora. Ya está bien.

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