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Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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E n estos días se han celebrado unas Jornadas Laboralistas organizadas por la Fundación Justicia Social, bajo los auspicios del Consejo General de Colegios de Graduados Sociales en las que han participado lo más representativo de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, amén de juristas y magistrados. Es loable la organización de tales jornadas en las que se desgranaron los problemas actuales sobre la doctrina de los tribuales en materia social y que, por mandato constitucional, se enmarca en lo que se ha llamado con gran profusión como «Justicia Social». Pero llamó la atención que en todas las jornadas —con una gran altura jurídica e intelectual— no se hiciera un análisis de autocrítica sobre la eficacia de la justicia judicial.

En la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal —¡en el año 1892!— ya se decía que «bajo la legislación vigente no es raro que un sumario dure ocho o más años y frecuente que no dure menos de dos…». Eso se decía de la jurisdicción penal y que, ahora, estamos si no igual, peor que antaño. Y si bien la jurisdicción social se encuentra comparativamente algo mejor que el resto de las demás, no podemos por menos de referirnos a ella cuando se habla del principio de celeridad. Llama la atención que la comparación entre dos juzgados sea tan extraña y atávica que entre ellos, pared con pared, uno esté atascado y otro prácticamente al día. He constatado que para elevar un recurso, terminadas sus actuaciones procesales, desde un juzgado situado en el cuarto piso al Tribunal Superior en un sexto, se han tardado una media de dos a seis meses, sin que —una vez denunciada la tardanza—, nadie pudiera remedio. Si se quiere, se puede atajar la demora. Recuerdo que en una de las Magistraturas de Trabajo (hoy Juzgados de lo Social) ante el atasco de asuntos, fue servida por tres magistrados: un titular, un suplente y otro en comisión de servicio. La verdad es que el sistema no era muy ortodoxo, pero en poco tiempo se normalizó la situación.

Bien es verdad que no solo el principio de celeridad es el que tiene que fijarse en el frontispicio de la justicia, pero es uno de los valores para que la justicia sea social —y eficaz— a través del sistema judicial. Porque la justicia que no es eficaz no es justicia. Porque la justicia anda ahora de mano en mano —no es moneda falsa, desde luego— denostada por unos o ensalzada por los menos, o secuestrada por la política. Unos dicen que la política se ha judicializado y otras que la justicia se ha politizado. Existirán las dos cosas.

Hay que mirar el cielo limpio de la justicia y su eficacia para poder cantar con el poeta Gamoneda: «mirar el monte, mirar el aire y se presenta la justicia de las cosas».

Los justiciables son los que ven extraño en su comportamiento a la justicia. Unas veces alejada de sus pretensiones, otras con una visión de desasosiego comparativo, según la condición del justiciable. En una reunión de empresarios leoneses, con ocasión de una conferencia de la magistrada del Tribunal Supremo, Sra. Virolés, uno de los asistentes comentaba que cuando acudía al juzgado tenía la sensación de que era culpable de algo.

Ese desasosiego se vierte luego en la acritud de las relaciones sociales. Y como diría el poeta Kavafis, «cuando la justicia no logra soluciones, cuando el juicio de los hombre duda», hay un sentimiento de que lo que entendemos como Poder Judicial no es eficaz, de tal suerte que lo que pretendemos con la llamada justicia social quiebra ante la ineficacia de la justicia judicial.

Ya hemos dicho que la jurisdicción social es, a pesar de todo, la que más se acerca al cumplimiento de los principios del proceso (proporcionalidad, racionalidad, modernidad, profesionalidad, etc.) y si bien pretende cumplir el principio de celeridad por medio del juicio oral, no es menos cierto que está lejos de cumplirse en plenitud el mandato constitucional de que lo sea «sin dilaciones indebidas» (art. 24 CE), que es a todas luces el único que no se cumple de todos los que se relacionan en el citado artículo 24.

En un pequeño muestreo sobre el tiempo que tarda en resolverse un recurso ante el Tribunal Supremo (Sala 4ª) he constatado que va de 2 a 3 años desde que se dicta sentencia en el juzgado de lo Social, a ello hay que añadir los meses que pasan desde que se presenta la demanda hasta que se resuelve en la instancia. Parece que se trata de una situación normal y así se dice por el Tribunal Constitucional cuando se reclama sobre esta tardanza. Comenta que la «expresión dilaciones indebidas encierra un concepto jurídico indeterminado» y que debe de enmarcarse en un «tiempo razonable».

Y se queda tan ancho, dando a lo razonable una definición también indeterminada. Porque si lo común es la tardanza, parece que la costumbre se convierta en razonable, término que es acuñado por el Tribunal de Derechos Humanos como «plazo razonable». No hay razón para que no se cumpla el reiterado principio de celeridad y de que se esperen meses para la resolución de una reclamación de «justicia social» y que se dilate en años para que se resuelvan recursos. Dado el carácter «prestacional» de la justicia social, para que sea garantista en toda su plenitud es necesario que pase por una justicia judicial eficaz.

Ya en al año 1931 el catedrático Adolfo Posada se planteaba el dilema entre democracia y eficacia, y se contestaba que «es la misma democracia la que reclama un régimen de eficacia». Pues lo mismo decimos ahora, es la propia justicia social la que reclama una justicia judicial eficaz.

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