Diario de León
Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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H ay sábados de noviembre cuya grisura acerca más al invierno del dolor, esa sensación que nos impide ver de cerca y hace que la mirada se retraiga al interior de nuestros pequeños mundos, compartidos la mayor parte de las veces en silencio. Nunca he sido capaz de explicarme por qué somos tan remisos a la hora de manifestar sentimientos, reconocimientos y admiraciones. Me preguntaba en ese momento, con una interrogación reflexiva llegada desde la palabra de Caballero Bonald: «¿Eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?». Evidentemente, no tengo respuesta. Ni falta que hace. Pero sí tengo la sensación al menos —sensaciones y deseos se confunden con frecuencia— de que quedan espacios en que los que se fueron son capaces de atender la llegada de palabras y sonrisas. El diálogo liquida siempre espacios fronterizos.

Me llegó la noticia, sólo unas horas después de los hechos, cuando comenzaba la tarde del pasado sábado: «Un vecino de Santa Lucía falleció sobre las once de la noche del viernes al sufrir una caída en el camino que une la citada localidad con la de Ciñera. El sendero, que discurre paralelo a la Nacional 630 (Gijón-Sevilla) presenta cierta elevación en el punto en que se produjo el accidente. Al parecer, los golpes que sufrió al caer fueron la causa de su muerte».

La noticia, escueta, olvidó el nombre propio. ¿Por qué con tanta frecuencia se olvidan los nombres propios de los humildes? La humildad no está reñida nunca con la dinámica de la intrahistoria, esa historia íntima y cercana que marca sobre todo el pulso de nuestros pueblos, que teje el entramado de sus vidas. Y en ella, alejada de imposturas y vanidades, como debe ser, quedará escrito, con la calidez de la cercanía comunitaria, el nombre de José María Pérez García. Quede el nombre. José Mari. José Mari, el Chinito. Estoy seguro, José Mari, con la misma seguridad de Miguel Hernández con su amigo, de que «por los altos andamios de mis flores / pajareará tu alma colmenera / de angelicales ceras y labores».

Se podría abrir aquí un abanico infinito de anécdotas y sonrisas, que ya forman parte del patrimonio común de nuestra memoria, desgraciadamente en proceso de suma debilidad en nuestro caso. Pero nadie me devolverá el gusto de aquellas largas conversaciones, pendiente siempre de mil cosas y del vuelo rasante de los helicópteros, que rezumaban en tu caso alguno de los valores más hermosos de la vida, la ternura infinita de tu mirada y la humanidad profunda del compromiso y el respeto que quizá alguien no llegue nunca a entender. Marchabas, cigarro en boca, agitando en el aire la mano abierta, como despedida y advertencia, y, si era el caso, con el paraguas, colgado, a la espalda. Te imagino así, llegando ahora al territorio donde habitan los justos y limpios de corazón. No puede haber otro lugar para ti. Y seguro que tienes puros suficientes.

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