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Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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L a caridad degrada a quien la recibe y enaltece a quien la dispensa, dejó escrito George Sand. Vivimos tiempos donde la caridad vuelve a ser algo más que una virtud cristiana y ha pasado a convertirse en una prioridad social, como si hubiesen regresado los lunes donde las damas opíparas de la Cruz Roja servían sopa a los pobres y Carpanta contemplaba mortificado las lunas cremosas de las pastelerías. La gente que aún conserva un atisbo de prosperidad se acerca a los comedores públicos con tarteras o deja hatijos de ropa en el zaguán de las parroquias. Algunos regresan a sus casas con la sensación de haber purificado su alma y otros con la impresión de que esto que estamos viviendo –o padeciendo- es inverosímil y bochornoso.

El Estado, es decir, todos nosotros, nos hemos entregado a una gran mentira y, lo que es peor, hemos aceptado que la miseria es un suceso irremediable y accidental. Fruto de esa certeza, hemos convertido los principios en limosnas y hemos dejado en manos de los voluntariosos y misericordiosos la protección de los débiles. Pero eso, para decirlo con meridiana claridad, es una vergüenza. Siempre ha pasado lo mismo, proclamarán algunos, desde el imperio romano a nuestros días, siempre ha habido pobreza, tempestades y migraciones. Se trata de cismas cíclicos, qué le vamos a hacer. Ahora toca paliar el sufrimiento con sentimientos solidarios, especialmente en Navidad. Pues no es así. Los españoles que han perdido un trabajo no deberían depender de la caridad de ninguna institución religiosa para vivir honestamente: eso debería ser más bien un derecho protegido por los poderes públicos, una garantía que nos otorgamos unos a otros en una sociedad mínimamente equitativa y justa.

Se me dirá que, entre tanto, algo hay que hacer y que poco se puede esperar de un Gobierno que, como casi todos, está endeudado hasta las cejas. Y dado que, a diferencia de lo que hizo Jesucristo, no vamos a sacar a latigazos a los fariseos del templo, mejor será meter en su interior a los desesperados. Recoger a los mendigos de las plazas y de los pisos sin calefacción y llevarlos a sitios caldeados y limpios. O sentarlos a la mesa de casa, como proponía Berlanga en su memorable Plácido. Qué quieren que les diga: me parece un fracaso social absoluto. Cada vez que oigo a esos manipuladores celebrar en sus telediarios lo bien que funcionan los bancos de alimentos, siento una oleada de rabia y frustración. Lo único que deberíamos celebrar es la recuperación de la dignidad de quienes se ven abocados a la calamidad del paro o del hambre. El orgullo y no la afrenta; el pulso rebelde y no la conformidad. Subir a los cielos con los puños cerrados antes que guardar mil colas.

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