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Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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C omo la riqueza que, según nos auspician, va a caer como un maná sobre los bolsillos de los españoles, en este invierno no nieva igual para todos. Tomamos el coche para ver personalmente la nieve que ha caído en Babia, después de que los que aún permanecen allí hayan llenado las redes con fotos espléndidas: Pepe el de El Moriscal, por ejemplo, que se ha convertido desde Huergas en una especie de corresponsal del paso de las estaciones y la mudanza de los cielos babianos que, como todo el mundo sabe, son los más hermosos del mundo. Pero llegamos a nuestro pequeño pueblo y nos llevamos una sorpresa no precisamente agradable: ha pasado la expaladora, sí, pero amontonando contra las puertas de las casas toneladas de nieve. No se sabe muy bien si por indolencia o para gastar una broma macabra a los pocos vecinos que resisten en esas latitudes (porque lo que hacen es resistir, pese a las eternas promesas políticas que hablan de frenar la despoblación y luego dejan las aldeas sin servicios); así que si hay algún anciano dentro de esas casas, lo han dejado todavía más incomunicado, casi enterrado en vida, sin otra opción que saltar por la ventana y rodar por el talud embutido en mantas y madreñas. Un poco más abajo observamos que no han despejado ni un centímetro del acceso a otra casa y ahora me acuerdo de que, justo en estas fechas, hace unos años, hube de venir desde León para recoger el traje de un fallecido y de haberme encontrado con este panorama, hubiese tenido que regresar sin él. A lo mejor, nos planteamos, el Ayuntamiento ha decidido condonar los impuestos a estos vecinos aislados, pero no, es una suposición ingenua, según parece todos los meses les pasan religiosamente los correspondientes recibos municipales que, por lo que se ve, dan derecho a que te sepulten entre la nieve en un santiamén.

Decidimos regresar por San Emiliano y parar en la Casona de Babia, donde sabemos que Patricia y su familia nos van a acoger con su hospitalidad habitual y unas viandas fragantes y copiosas. Poco antes habíamos entrado en otro sitio ocupado por un trío de parejas cargadas de niños. Fue verlas y sospechar lo que vendría después: uno de los críos, un querubín de aspecto consentido y diabólico, se dedica a correr por el bar entre gritos y empellones. De los padres, pijos treinteañeros con cámaras flipantes y ropa de marca, no recibe ni una tímida amonestación. Es lo que tenemos. Te preguntas, entonces, si nos ha tocado sufrir una conspiración de idiotas e irresponsables, pero al salir ves un grupo de yeguas imponentes avanzando entre la nieve y por un momento piensas que este valle, a pesar de todo, sigue conservando su majestad irrepetible, su maravillosa pureza.

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