RÍO ARRIBA
Poner la mano en el fuego
Q uién se atreve a poner la mano en el fuego por alguien hoy en día? A la vista de lo que se ve en televisión, todavía quedan políticos que lo hacen, pero suena más a declaración teatral que a convicción profunda y sincera. Al fin y al cabo, no son pocos los que, si se dan las circunstancias, se llevarían un buen chasco con conocidos y familiares: que se lo digan a esos ciudadanos centroeuropeos que, un buen día, descubren que ese vecino plácido y ejemplar que sacaba a pasear el perro tenía el jardín lleno de cráneos; o a esa señora que ignoraba que su esposo enviaba anónimos o se gastaba lo que no tiene en una máquina tragaperras.
A los periodistas les gusta arrinconar a los políticos con esa pregunta, por ver si pican o se mojan, y estos, que saben lo que hay, amagan una sonrisa y tragan saliva antes de responder. Una densa y viscosa bola de saliva, todo hay que decirlo. ¿De quién fiarse, por quién comprometer mi palabra y mi honor?, mascullan. A veces, claro, no les queda otro remedio que definirse y pasado un tiempo, en ocasiones apenas unas horas, empalidecen al ver que ese camarada por el que hubieran dado su vida, a quien, en un apuro, hasta hubiesen prestado dinero, era un farsante calculador, un granuja de medio pelo, un petimetre retozón y sin escrúpulos. Hombres serios, respetuosos y venerables convertidos de la noche a la mañana en crápulas que gastaban el dinero público en putas y ruletas. Menudo trago.
Hubo un tiempo, no obstante, en que a la gente le bastaba darse un apretón de manos para comprometer su palabra: aquí en León, sin ir más lejos, cuando los labradores se afanaban en las ferias y sellaban leal y amistosamente cualquier compraventa. Los que aún siguen vivos alucinarán con el espectáculo de ver a tanto honorable durmiendo en la cárcel y, en su fuero interno, deben preguntarse si este es el mismo país en que nacieron o si, vayan ustedes a saber, España ha sido invadida por una turba de marcianos. Muchos de esos marcianos visten corbata pero otros lucen ropajes hípsters o de mercadillo. Hay vegetarianos que usan palillo y se sacan de las muelas restos de salchichón.
¿Queda alguien de quien fiarse; a quien se pueda iluminar con la lámpara de Diógenes? Yo me conformo con que, de poner la mano en el fuego por un político, solo me acabe oliendo la yema de los dedos a chamusquina. No aspiro a más. No exigiré pureza ni honestidad máximas; ni siquiera me rasgaré las vestiduras si se ponen bisoñé o me suben los impuestos. Me bastará con que, en caso de que los devoren las llamas del infierno, tengan la decencia de pagar lo que deben y, en un gesto de aplomo y gallardía, metan las manos en los bolsillos y devuelvan las llaves del Jaguar.