TRIBUNA
La casa de los Orates (misantropía)
E l hecho de tener que hacer pis reconcilia a todo misántropo con el hombre. ¿Te sentiste alguna vez superior? Pues cuando bajes la cremallera recuerda que no eres más que un hombre.
Venía de dar un paseo por la nieve. Esa blancura, ese mágico resplandor tiene un efecto sedante en el alma y es una llamada ética a la elevación de la mirada y la pureza ascética de las cumbres. Al menos esa invitación era la que traía yo allá, en lo hondo de la conciencia. Y de repente la zafiedad del cuerpo reclama un lugar secreto: —¡Tengo que hacer pis! —Pues para... (la mujer tiene una mirada mucho más sencilla sobre ese tipo de servidumbres, además no se orina por la ventanilla de los automóviles porque te pueden quitar los seis puntos; eso es una «obviedad» que dicen los tertulianos).
Encontrar la hermosura en la Naturaleza indica o que vivimos fuera de la realidad, en la fantasía, o que el paisaje humano se ha vuelto muy feo. A mí me pasa lo segundo. ¡Hermosura de montaña nevada! ¡Cielo limpio, inocente, tras la nevada del año! ¡Cumbres azules de la aldea que me vio crecer! ¡Oración silenciosa de la nieve! Y de repente, como los niños: —¡Quiero pis!
Busqué y busqué algún consuelo en mi culturilla y no me consoló ni el sabio apotegma de Terencio: homo sum, nihil humanum a me alienum puto. Ji, ji. Cuando de guaje escuché esta sentencia, la última palabra me dio mucha risa. (Y el padre Cayo: —¿De que se ríe usted? «Hombre soy. Pienso que nada humano me es ajeno». Eso significa, ¡cencerro! No sé a qué viene esa risita ni esos ojos de besugo degollado).
A lo que iba: —¡Quiero pis!
Detuve el coche en la plazoleta cercana al puente del Esla en Mansilla de las Mulas: ¡‘m going toilets! —dije comprimiendo la frase para farolear como si supiese inglés.
Los lugares oscuros, nos dan un poco de miedo pero educan el oído. En los lugares oscuros el oído se mantiene alerto porque la vista se queda impotente. Para unos ojos que vienen deslumbrados de la nieve y la elevación espiritual que sugiere, el bar estaba hundido en las tinieblas, con un punto de luz infame: la televisión y otro punto de encanto que estaba en el extremo del mostrador: el dueño y camarero que leía el periódico bajo el cono claro de una bombilla.
Pis, pis. Tenía prisa así que no oí más que el barullo del aparato y ni reparé en los cuatro o cinco parroquianos sentados y embobados frente al mismo. Al pasar junto al dueño le rogué que me preparara un café y mi esposa pidió una botellita de agua del tiempo.
Estrecho era el escusado. Baja la taza, cutre el urinario y cochambre el lavabo. El que se sentara en la taza tendría cerquita de la nariz el urinario y las rodillas casi metidas debajo del lavabo. Bien es verdad que el sitio era oscuro pero sucio y la cuerda que hacía de cadena de la cisterna estaba especialmente guarra y pegajosa y yo que soy un poco pijotero con la limpieza en los sitios públicos, empecé a temer la música que se suele escuchar en esos rincones e ideé un slogan para la puerta de los servicios: «Prohibidas las señales acústicas». Un poco asustado pero aliviado, me apresuré a volver al mostrador. El café humeaba suavemente y la cantina me pareció más iluminada, y ¡sorpresa! había un nuevo cliente bajito y gritador: —Este país es un país de hijos de puta -aseguraba. —La tierra es para el que la trabaja. ¿Qué es eso de jubilarse y alquilar las tierras? Se marchan los hijos por ahí, a Madrid o donde les salga de los... (ahí el hombre se quedó colgado por la presencia de mi mujer que bebía plácidamente su agua) y el padre en casa, cobrando la jubilación, el alquiler de las fincas y el PAC.
Alguien cambió entonces el canal de la tele y apareció el rayo que no cesa: Bárcenas, con su mentón pétreo: —Y a estos —siguió el hombrecito—, a estos —enfatizó más— había que colgarlos a todos, hijos de puta, ladrones, que éste es un país de ladrones.
Yo que escuchaba fascinado aquella perorata, pensé para mí: —Como dure un poco más la crisis, España va a ser la gran casa de los orates, y los psiquiatras van a necesitar toda clase de ayudantes... fijos y a destajo. Ya verás cómo los curas volverán a tener trabajo y crecerá el segmento, como dicen los políticos, que lo confunden con el sector.
El dueño leía plácidamente sin levantar la cabeza. Los parroquianos seguían los asuntos públicos sin ocuparse del mitin. Yo saboreaba mi café y mi esposa su botellita de agua. La tarde era ya oscura. La tele, un sum-sum que nadie escucha. ¡Y el tío a gritos! Repentinamente el hombre se calla y se va hacia la puerta y el dueño de la cantina, sin levantar la cabeza pero sí una ceja, se despide del parroquiano: —¡Adiós, Mitterrand! Y el otro contesta. —¡Hasta mañana! Y mi mujer casi se atraganta con el agua y yo con el café. Y el dueño nos mira con inocencia: —¿Qué les pasará a estos? Y siguió con su lectura de El Mundo .
La nieve es perecedera aunque lleva una promesa de felicidad. Pero nosotros habíamos regresado a la tragicomedia eterna del hombre: el divertido, entrañable y simpático «humanum puto», que yo sigo traduciendo de manera distinta a la del padre Cayo. Es que soy misántropo.