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Publicado por
miguel á. varela
León

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S e pregunta el escritor holandés Cees Nooteboom en su conmovedor libro sobre tumbas de poetas y pensadores: «¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego, no, eso es bien sabido». La mayoría de los muertos callan pero no sucede así con los poetas, que siguen hablando con otras voces, con nuestras voces. No nos conformamos con la herencia escrita y enredamos en sus sepulcros, revolvemos en los oseros, desempolvamos sus despojos, desenterramos y volvemos a enterrar las quevedescas cenizas que cobran sentido: «Polvo serán, mas polvo enamorado…».

Es una ceremonia que nada tiene que ver con la literatura pero que capta la atención mediática, genera expectación social y fija un nuevo destino turístico: visiten la tumba del autor de El Quijote , el selfie de moda en el Barrio de las Letras. Y sin necesidad de leerse esa voluminosa tabarra del bueno de don Miguel queda uno cubierto de la pátina cultural básica. El mercadeo y contrabando de reliquias, santas o laicas, ha dado siempre mucho juego. Esta provincia, sin ir más lejos, existe gracias a que a un obispo compostelano aficionado a coleccionar huesos de santos le dio por decir que en su pueblo estaba enterrado un apóstol. Si el osario es de un pescador galileo o de un hereje galaico es lo de menos cuando la maquinaria de la peregrinación ya se ha puesto en marcha.

En mi pueblo había un profesor de filosofía de profesión y organizador de excursiones escolares de afición al que le propuse una expedición por las islas del Pacífico con el objetivo garantizado de recuperar los restos de Álvaro de Mendaña, aquel navegante de Congosto que descubrió islas en tiempos de los primeros Austrias.

No me hizo caso y luego el viaje lo hizo Vicente Tito Martínez que, como es un investigador serio y concienzudo, trajo relatos, documentos y fotos, pero ni una mísera tibia para venerar en el santuario de la Virgen de la Peña.

También al pobre Enrique Gil, como si no hubiera tenido bastante con morirse en una ciudad fría y lejana, joven y endeudado, lo anduvieron meneando en su tumba, ya transitada en exceso por los avatares y las convulsiones de la historia.

Hace tiempo trajeron a la iglesia de San Francisco de Villafranca del Bierzo las cenizas del poeta. El acarreo desde Berlín generó una historia apócrifa cuyos detalles van creciendo y disparatándose en conciliábulos noctívagos y peripatéticos. No sabemos si los turistas que admiran el artesonado de la iglesia se percatan de que los vigila un poeta. Tampoco sabemos si, al calor de sus huesos, salen buscando ejemplares de su novela. Ni siquiera tenemos la certeza de a qué hugonote pertenece ese puñado de «polvo enamorado».