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E n un sistema democrático, como lo es el español, ningún dirigente debería traspasar la línea que separa la legítima discrepancia política con la debida lealtad a la Constitución. Por desgracia, tenemos al actual presidente de la Generalitat de Cataluña embarcado en esa deriva. A su desafío del 9 de noviembre (pendiente de resolución en la vertiente judicial), une ahora una gira por los EE UU (con séquito y dietas a cargo de los contribuyentes) en la que en sus intervenciones insiste en falsear la realidad política presentando a España como un país opresor, un país que niega el derecho a la independencia de Cataluña. Como si Cataluña no fuera una parte más de la nación española.

Presentar las cosas de esa guisa ante auditorios (ciudadanos norteamericanos) no conocedores de la realidad española, roza la deslealtad. Una más por cuenta de un político que no responde ante los ciudadanos de su comunidad de su compromiso como presidente de la «Generalitat» (es decir, de todos los catalanes) y que solo se mueve y actúa como cabeza de un partido político. El suyo: Convergencia.

Pero CiU perdió una decena de escaños en las últimas elecciones y es muy probable que vuelva recibir un castigo parecido en septiembre si es que al final convoca nuevos comicios. Al frente de un partido muy tocado por los escándalos económicos que salpican a su fundador (Jordi Pujol) y a su familia y con su sede política embargada a resultas de la indagatoria judicial sobre una presunta financiación ilegal, Convergencia atraviesa por sus horas más críticas.

En Cataluña, pese a la antidemocrática entrega de los medios públicos autonómicos a la causa partidista, disminuye el número de ciudadanos que se dejan reclutar para un tipo de propaganda que oculta el día a día de los muchos problemas que están sin resolver. Por eso Mas intenta desviar la atención.