Diario de León

TRIBUNA

León: el panteón del romancero

Publicado por
Fernando Parra. profesor de Literatura
León

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U na confusa masa de sombras bisbiseantes se agrupa en torno. La monótona letanía se adueña de toda la estancia; su murmullo grave espesa el aire, parece trepar por las paredes de piedra, agobiante, como las figuras espectrales que los cirios alargan, sinuosas, sobre los muros, con su fúnebre baile cimbreante. Latines al conjuro de la muerte y danza macabra de las sombras que seremos.

Doña Sancha se inclina para secar con un paño la frente perlada del rey, ayer coronada de ceniza en San Isidoro. Se muere don Fernando, pero aún tiene aliento para pensar en las heredades de sus hijos. Ofrece León a Alfonso; Castilla a Sancho; Galicia a García. Les hace jurar en su lecho de muerte que ninguno de ellos contenderá contra el otro por los reinos repartidos.

Todos juran menos Sancho, que calla. El silencio de Sancho. De repente, irrumpe en la cámara la infanta Urraca y entre voces lastimeras se queja del desamparo en que la deja su padre. Fernando le concede el infantazgo de Zamora; a Elvira le entrega Toro. Doliente se siente el rey, el buen rey castellano, los pies tiene hacia el oriente y la candela en la mano. Ya se le nubla la vista, la ladea hacia don Sancho. El silencio de Sancho. Un estertor y Fernando ya no es Fernando. Salen todos cabizbajos. Sancho y Urraca abandonan la habitación a la vez y se topan bajo el umbral de la puerta; ella le cede el paso a su hermano y al cruzarse se miran a los ojos un instante, quizás algo más.

Sancho titubea y luego, ya resuelto, abandona León junto a su amigo Rodrigo, el de Vivar. Desde las almenas, Alfonso y Urraca los ven alejarse. Sancho cabalga con brío, Rodrigo sin espuelas. Sancho se vuelve un momento: Urraca en las almenas.

El panteón de San Isidoro: La basílica de San Isidoro en León, mandada levantar por Fernando I y Sancha para trasladar allí los restos del santo desde Sevilla (viaje digno también de una epopeya), encierra en los sepulcros de su panteón el germen del primer Romancero del Cid. Allí yacen, aparte de otros reyes leoneses, Fernando I y su mujer; y las infantas Urraca y Elvira; también el malhadado infante García, algo anterior, muerto jovencísimo por los Vela, familia rival de Fernán González, el primer conde castellano y del que los romances dieron también buena cuenta.

Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses utilizaron los sepulcros como abrevaderos para sus caballos y exhumaron los cadáveres buscando los ajuares reales. Mezclaron los huesos y destruyeron las lápidas, que hoy no son más que unas mudas losas de cemento.

Acaso eso sea el Romancero: un revoltijo de huesos de distintos cadáveres sepultados bajo una lápida anónima. Y, sin embargo, muertos que resucitan cada vez que el pueblo evoca con sus versos los viejos lances de la Historia.

En ese momento ya da igual que uno no pueda leer ninguna inscripción sobre los sepulcros ni identificar los regios despojos. Reviven, si es que murieron nunca, y, bajo los maravillosos frescos románicos que adornan las bóvedas, Fernando reparte de nuevo sus reinos, Sancho cerca Zamora, Urraca urde su intriga, Alfonso conspira, el Cid, sin espuelas, no da alcance al traidor Vellido Dolfos…

Y repiten su paso por el imaginario colectivo como se repite el calendario románico del panteón, que parece estar allí para recordarnos el ciclo infinito de la memoria. Acaso esos labriegos de los frescos que trabajan la tierra con denuedo entretienen su jornada entonando, mientras laboran, los venerables romances que oyeron a sus padres, sobre esas lápidas sin nombre que son el Romancero nuestro.

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