FRONTERIZOS
La gente de la que hablo
L a gente de la que hablo no sale en los noticiarios. A los encuestadores les regala como respuesta una margarita. No hay predicador que se le acerque que no se vaya con un bolero en el bolsillo. Con los folletos de propaganda política se hace un sombrero para los días nublados. En los periódicos no salen pero a su sombra no es posible la tristeza, quedan mudos los vendedores de humo y se neutraliza el veneno de los idiotas.
La gente de la que hablo ha ido construyendo un edificio minúsculo, luminoso y sólido en el que sólo tienen cabida los recuerdos hermosos y en el que toda hormiga que entra por un rato se hace cigarra.
En todas las ciudades viven algunas de esas gentes de las que hablo, pero sus nombres no se localizan fácilmente porque nunca aparecerán en el censo de los ambiciosos, ni en el listado de los murmuradores, ni en la guía de los envidiosos o en el escalafón de los que escriben best sellers con tinta blanca.
Nunca los encontraréis por los aledaños del poder. Sólo en los arrabales en los que juegan los niños con tantos mocos como felicidad o en las tabernas en las que no se prohíbe cantar y el vino siempre es joven y no tiene química ninguna podréis localizarlos. Por no molestar, caminan de puntillas al pasar por los cementerios para no despertar a los muertos.
La gente de la que hablo no tiene ojos en la nuca, ni oídos en la cartera y cuando ríen suben las cotizaciones en la bolsa de los afectos.
Convierten la helada de la murmuración en un chiste levemente verde.
Difamar es para ellos dar los buenos días una mañana de lluvia.
Con la afilada lámina de nuestras indiscreciones se limpian las uñas de los pies.
Su palabra tiene más valor que mil documentos firmados ante notario. Es admirable su elegancia a la hora de disculpar la más pertinaz de las mendacidades con la sutileza de un oráculo y la autoridad de un príncipe.
Su abundancia o escasez en una ciudad marca el IPC, ese Índice no contabilizado de la Placidez Colectiva. Es un error de los legisladores que la compañía de esta gente de la que hablo no se recete por la Seguridad Social: supondría un enorme ahorro en ansiolíticos.
Hace unos días murió en Ciudad del Puente una de esas personas de las que hablo. Se llamaba Ángel Cacharrón. Su padre le compró una capa de la tuna y él fue el primer ye-yé de este lado del Manzanal. Coleccionaba guitarras, fotos de músicos y amigos. Se ganó la vida como funcionario municipal y nunca se pagaron impuestos con más alegría que ante su caja. Su foto no tardará en salir en las enciclopedias iluminando el concepto «buena persona».