Diario de León
Publicado por
miguel paz cabanas
León

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A dos semanas de las fiestas, León se llena de terrazas y a una hora determinada de la tarde, cuando el bochorno mitiga su ferocidad, es un lujo sentarse bajo un árbol a tomarse un prieto picudo bien frío. La gente camina a tu alrededor con gesto cívico y relajado, como si el mundo no fuese un paisaje desolador.

Las mujeres hacen gala de una belleza crepuscular y aunque Henry Miller decía que la primavera arroja los locos a las calles, esas chicas de ojos grandes y brazos soleados definen el delirio de una primavera gloriosa. A esa hora de la tarde, la luz de León es como un bautismo pagano y saca brillos tornasolados a tu copa de vino. Con un punto de fatalidad, sabes que la ciudad está a punto de vaciarse y que en cuestión de días, de horas, los universitarios retornarán a sus casas y un éxodo canicular trasladará los baúles a los pueblos. León tomará entonces ese aire de casa de huéspedes abandonada, con rentistas adormecidos en el ambigú y gatos perezosos ronroneando bajo las pérgolas. Los periódicos, a pesar de que ahora hablan de pactos y grandes propósitos, se llenarán de anécdotas triviales, con una somnolencia de zaguanes y bisbiseos de sacristía. No habrá nada que te zafe de un verano de apariencia eterna.

Sentado en la terraza, mientras consumes la última luz que titila en el vaso, reconoces a un amigo escritor y le preguntas cómo le va, si ha acabado ese poema, si sus padres envejecen de modo razonable. Tiene un aire fronterizo, desaliñado, como si fuese espolvoreando adverbios al caminar. Acabáis hablando de pequeños malestares y de la última novela de un narrador francés. Se acaba de cruzar, casualmente, con otro poeta y asientes persuadido de que eso, en esta ciudad, es lo más normal del mundo y miras en tus bolsillos, como si hubieses olvidado en ellos algún verso. La despedida es frugal y repleta de promesas.

Una oscuridad incipiente, tímida, te descubre escuchando a un señor a tu lado, un hombre de aspecto venerable. «Yo no sé si esta ciudad desaparecerá —te dice—, pero cada día quedan menos lugares como éste donde merezca la pena vivir». «Y eso a pesar de ciertos leoneses», le digo yo con malicia y el anciano, que tiene una mirada serena y acuosa, suelta una pequeña carcajada. «Claro, claro», agrega y acerca los labios al filo de su copa.

Se alza despacio, mientras observa con admiración a una muchacha que parece atesorar en su piel el último sol de junio. Un idiota sale del café gritando por su móvil y lo miramos con fastidio. Él empuña su bastón con una elegancia senil, pero digna, y se despide. Una mínima renuncia en su espalda, como la que, inexorablemente, me acompañará a mí de aquí a un tiempo, en otros veranos que están por venir.

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