TRIBUNA
Aprender a dialogar
A prender a dialogar requiere, ante todo, aprender antes a respetar las opiniones ajenas. Es algo tan esencial para la convivencia humana, que este aprendizaje extremadamente importante, en cualquier sociedad, corresponde a las primeras etapas de la vida, es decir, incumbe a la educación del niño y del adolescente. Y en nuestro país, no se ha enseñado, en esas etapas, el verdadero respeto a toda persona y a sus opiniones, sino solo el respeto de los menores a los mayores (propio de una sociedad autocrática), pero con un fallo grave, sin el ejemplo por delante, y eso es una semilla frustrada, que no da fruto. Ese respeto —base de todo diálogo— si no se aprende a su debido tiempo, es más difícil aprenderlo después, ya que de adulto requiere una voluntad y un esfuerzo mayores, a la vez que es preciso enfrentarse a los hábitos derivados de esa falta de aprendizaje, como son el autoritarismo y el dogmatismo, y todo lo que se refiere a lo puramente personal (egocentrismo, codicia, ambición, etc.), hábitos y defectos que impiden el desarrollo y el crecimiento, en el ser humano, de la personalidad integrada, o sea, equilibrada y sana.
Probablemente sean ésas las causas de que, en este país nuestro, haya tantos adultos autoritarios y dogmáticos, prepotentes y «sabelotodo» (y en especial en el mundo de la vieja y trasnochada política), que no están acostumbrados al respeto de las opiniones ajenas y al diálogo consecuente.
De ahí el lamentable espectáculo en tantos debates en los medios, que uno no tiene más remedio que abandonar a veces, si desea ponerse a salvo de la furia y los ataques bajos y villanos de personas violentas e indignas de ser invitadas a una plató público, al no haber aprendido aún los modales más elementales de respeto y tolerancia.
Aprender a dialogar es también aprender a comunicar y compartir, dos necesidades de todo ser humano para poder realizarse como tal, para evitar el aislamiento que tanto nos intimida y poder establecer unas relaciones cordiales entre todas las capas sociales, indicativo de una sociedad mentalmente sana y avanzada. El diálogo (esa forma de comunicación que popularizó Platón y tan adecuada para la exposición y el contraste de las ideas) se manifiesta como una necesidad para el desarrollo y la supervivencia, en el nuevo mundo de las comunicaciones, no solo a nivel nacional sino también intercultural. Por eso, dice el escritor Carlos Fuentes que las culturas perecen en el aislamiento y prosperan en la comunicación. Sin diálogo y comunicación no hay desarrollo y futuro, nos aniquilamos y perecemos; donde no hay comunicación y diálogo, uno se atrofia, al carecer del aire fresco para respirar (para vivir), y termina uno corrompiéndose, en todos los sentidos.
El diálogo aparece, así, en las personas y en los pueblos que han alcanzado ese equilibrio y ese control de la personalidad, que les caracteriza por su sensatez, honestidad y, en especial, por un talante específico, que denominamos precisamente dialogante, es decir, abierto, respetuoso y responsable, tolerante y comprensivo. Hemos de admitir, por su evidencia, que nada falta más que ese necesario talante dialogante, en los ambientes de la vieja política, viciada tanto por la falta de ese aprendizaje en su educación, como por la permanencia en el poder (lo que siempre tiende al dogmatismo, cuando no a la corrupción).
Y así nos encontramos en la España del pasado 24 de mayo, una de las fechas señaladas de nuestra historia reciente. Ese día, multitud de ciudadanos, como no había ocurrido hasta ahora, en la actual democracia, hicieron patente la necesidad de una regeneración de la rancia y anacrónica política española, mediante la aparición de nuevos partidos, dirigidos por ciudadanos jóvenes en su gran mayoría, y con ese talante específico, propicio al diálogo y al respeto de las opiniones ajenas. Partidos que traen aire fresco y nuevas ideas sobre una forma diferente de gobernar, con el fin de construir una sociedad más abierta y moderna, caracterizada precisamente por el diálogo, el respeto y la tolerancia. Tres palabras cuyo contenido no ha logrado asimilar aún nuestra sociedad española, debido al lastre de siglos, sobre todo en el ámbito de la política. Creo que, en estos comienzos de siglo y de milenio, con unas jóvenes generaciones más cultivadas y preparadas para la participación ciudadana en la nueva política, es el momento de desprenderse de ese pasado autoritario y dogmático, que no comparten ya las nuevas generaciones. Ellas han asimilado —en su gran mayoría y pese a la deficiente educación recibida de los adultos— la necesidad de ese diálogo, respeto y tolerancia, para una convivencia social, justa y pacífica.
Pero quedan aún las viejas generaciones conservadoras que, debido a un pasado arduo y difícil, sufren una carencia de conocimientos, lo cual suscita siempre miedos a los cambios, que la propia vida exige, por otra parte; generaciones que suelen ser la cantera de la que se sirve la vieja política conservadora y reaccionaria, a la que felizmente le queda cada vez menos campo donde hacer uso de su demagogia y su falacia, causa siempre de las mayores injusticias y desigualdades sociales. Por eso, en su irremediable decadencia, los reaccionarios no comprenden el diálogo más que con ellos, no entre los demás, ni pueden evitar el uso de sus viejas armas demagógicas y falaces (muy divertidas, por cierto, para las jóvenes generaciones), como «¡ojo!, que viene el coco, que vienen los radicales». ¡Cuánta falsedad y malevolencia hay en esas palabras y cuán poco espíritu de diálogo! Pero felizmente esas nuevas generaciones de jóvenes no son ya sujetos de engaños, se ríen de esas monsergas e insolencias, como ocurrió ese feliz día del 24 de mayo.