HOJASDE CHOPO
Que en tocando…
L a suplantación de sexo no ha tenido a lo largo de la historia una elevada representación, sí la suficiente para convertirse en misterio, mito y leyenda. Sobre todo cuando la mujer quiso desempeñar tareas que en su tiempo —algunas aún hoy— estaban reservadas a los varones. Sin salir de nuestras tierras, un personaje del siglo XV que debe situarse en el marco de las luchas entre los Reyes Católicos y los partidarios de Juana la Beltraneja. Ante el requerimiento de que todos los nobles e hidalgos se unieran a la batalla, y debido a la ausencia de varones en su familia, Juana de Arintero se disfrazó de tal para acudir en defensa de los monarcas, alistándose en la tropa con el nombre de caballero Oliveros.
Leyenda conocida. Menos posiblemente, la de la mujer que ejerció el papado católico. Hija de un monje alemán, la que llegó a ser conocida como la papisa Juana ejerció, según los que mantienen como verdadera su existencia —la propia Iglesia hasta el siglo XVI—, entre los años 855 y 857. No todos se ponen de acuerdo respecto a las fechas. Cuentan que habiendo crecido en un ambiente de espiritualidad y erudición, el deseo de suplantación de sexo le llegó a la joven por seguir los pasos de un amante. Sus múltiples cualidades y virtudes, ya en Roma, supusieron un rápido ascenso en la Curia. Bien disimulada su identidad, el papa León IV la nombró secretaria para asuntos internacionales, y, a su muerte fue elegida sucesora con el nombre de Benedicto III o Juan VIII. Dos años más tarde, disimulado su embarazo cuyo causante era el embajador Lamberto de Sajonia, dio a luz en público durante una procesión que presidía, en el trayecto que conduce desde la basílica de San Pedro a Letrán. Precisan algunos que el parto se produjo en una estrecha calleja entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente. Tenía Juana, o Benedicto III, o Juan VIII, treinta y cinco años esplendorosos. Allí acabaron sus días. Jean de Mailly dice que fue lapidada por el gentío enfurecido. Martín el Polaco achaca la muerte a consecuencias del parto.
Motivo cinematográfico y literario, el hecho obligó a la Iglesia a un nuevo ritual: verificar la virilidad de los papas electos. Un eclesiástico era el encargado de examinar manualmente sus atributos sexuales a través de una silla perforada. Si las cosas iban como debían ir, la comunicación a los presentes era taxativa y clara: «Duos habet et bene pendentes» (Tiene dos y cuelgan bien). Como las leyendas alimentan otras leyendas, cuentan que hubo de hacer en cierta ocasión un monseñor español poco ducho en latines tan delicada exploración. Después de la inspección manual correspondiente, los detractores de nuestro paisano dicen que se volvió a la escasa y selecta concurrencia para certificar que tenía «el síndrome del abuelo: le cuelgan los dos más que el ciruelo». Hay leyendas que ponen a uno en el brete de si contarlas o no. Bueno…