Diario de León

Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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D igo la palabra municipalismo, aunque no me gustan los ‘ismos’, que denotan una ideología y están sujetos a la cambiante manera de pensar; me gustaría más ‘municipalidad’ que es la esencia del Municipio, que es la razón de ser de la actividad del Ayuntamiento. Pero como la modernidad —y el diccionario— nos dicen que la municipalidad es la expresión de la realidad municipalidad, pues la entronco con el Derecho.

En estos días de toma de posesión de concejales —y procuradores— me ha llamado la atención los modos, maneras y fórmulas que se han llevado a cabo. Una fotografía, que ha dado la vuelta en las páginas de periódicos, es la algarabía de un grupo de concejales de Zaragoza blandiendo la banda de concejal como si fuera una bufanda que se orea en los campos de futbol. La banda que se impone no es una simple prenda sino la expresión de la dignidad del cargo y la representación física en la forma y el fondo y mandato del pueblo; de manera que la algarabía y la agitación de la banda es, por lo menos, un irrespetuoso gesto para alguien que le concedió tal honor, que es el pueblo. Como se dice en el Reglamento Protocolario del Ayuntamiento de Zaragoza, tanto la banda de seda roja como la insignia son «expresión de la representación popular que ostentan», de tal suerte que su uso debe hacerse con el boato y el respeto que merece el pueblo.

Si nos fijáramos en el resto de la formas, podríamos ser tachado de retrógrado o quizás otros apelativos más groseros; me refiero a la manera de vestir que, desde luego, cada cual lo puede hacer como quiera y a nadie se le ha llamado la atención ni por el calzado ni las camisas descolocadas. Azorín ya decía en un librito «El político», (que recomiendo su lectura a los ediles) en 1908 que el político «vaya vestido como todo el mundo», pero con un sello especial de elegancia; no se trata de un sentido físico ya arcaico sino la expresión de la RAE como «forma bella de expresar los pensamientos». Y no hay otra forma más elegante de serlo que en las formas sencillas y acordes con el rango, tiempo y el lugar en que se sitúa el político. La toma de posesión es, por su propia naturaleza un acto solemne y elegante.

En el caso de toma de posesión han sido, en estos días, unas situaciones pintorescas y de lo más multiforme de expresiones, bajo el manto de la jura o promesa. Lo primero que hay que decir es que ninguno de los concejales se ha imbuido de la norma, de las leyes, van al Ayuntamiento como si fueran a la reunión de su partido político. Hay que decirlo de entrada: los concejales al prestar juramento o promesa dejan de ser portavoces del partido y pasan a serlo del pueblo. Entiéndanlo bien, de todos los vecinos; y si no lean la frase en la exposición de motivos de la Ley de Régimen Local de 1985 (que deberían de saber todos los munícipes): «La autonomía local no puede definirse de forma unidimensional desde un puro objetivismo localista o regionalista, sino que requiere ser situada en el marco del ordenamiento integral del Estado». Y la Ley, sigue diciendo que el Municipio es «entidad básica del Estado» «de participación ciudadana». Por eso se requiere a los que representan a los ciudadanos que juren o prometan su integración en el Estado (Constitución) o fidelidad al Jefe de ese Estado (Rey).

Cuando se buscan otras fórmulas de integración no se está cumpliendo la Ley, y quiérase o no, hoy estamos en una Estado democrático y de ‘Derecho’. La fórmula, ya manida, de que se promete «por imperativo legal» no tiene ningún sentido, a pesar de que fue una puerta que abrió el Tribunal Constitucional en la sentencia de 21 de junio de 1990, a propósito de unos diputados de Herri Batasuna. La expresión que sigue operando no tiene recorrido legal, pues la jura o promesa es un acto voluntario (en que no quiera no toma posesión y deja de ser representante) de manera que es la ley la que obliga a expresar la jura o promesa de esa sola fórmula, por lo que es el «imperio» de la ley la que fuerza el mandato, no hace falta ni decirlo, a pesar de los razonamiento del Tribunal Constitucional. Quiérase o no el acto de toma de posesión es un acto jurídico, es decir, fundado en Derecho, de tal suerte que la forma ha de adaptarse al texto que la obliga. Como dicen los juristas lo que no está escrito no está en el mundo.

Por ello, el resto de los aditivos no tienen efecto o viciarían el acto si fuesen en contra de la Ley. Ocurrió lo mismo con los procuradores que accedieron las Cortes de Castilla y León. Un procurador dijo que promete «para poner las instituciones al servicio de la gente». Eso ni hace falta decirlo, ya que la Ley del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas dice taxativamente que «sirven con objetividad los intereses generales»; La ley de Régimen Local define al Municipio como «cauce de participación ciudadana». (La expresión gente es peyorativa, más bien se trata de ciudadanos, pueblo o vecinos que, como diría Ortega. «un pueblo es una suma de deseos, de intereses, de pasiones y de inteligencias»). Otros prometieron —desde mi punto de vista sin valor legal— «por los valores republicanos, ilustrados y del movimiento obrero». No era ese el momento ni lugar de la extralimitación del derecho, por muy reivindicativo que se sea. Incluso un representante leonés juró por «la autonomía del Reino de León», olvidando que el Rey Felipe VI lo es también del «reino» de León.

En fin, nuestros representantes se han sometido a unas normas —de Derecho— que deben de seguir cumpliendo con rigor y solemnidad, esa es la manera del auténtico servicio, porque la representación no es otra cosa que servir al ciudadano que le ha votado. Debe de pensar que no solo se somete a la crítica sino que ha adquirido una responsabilidad de actuación sin horario ni holganza. Y volviendo a Azorín («El político», 27), el político debe de conservarse en el fiel de la balanza, ni pasividad, ni rigor. Equilibrio que debe de comenzar en el mismo momento en que se toma posesión, sometido a las formas y al derecho.

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