HOJAS DE CHOPO
Doble moral
Al final —escribió E. Halfon en Monasterio—, nuestra historia es nuestro único patrimonio”. Ni siquiera el que nos atribuyan, relegados los valores al valor que quieran darnos según la cercanía o distancia de las coordenadas de sus intereses, planteamientos o esferas ideológicas, que en no pocos casos es el pan. El juicio de los poderosos del momento –casi todos serán presa del olvido más doloroso o de la indiferencia más afilada- ni siquiera es útil porque patrimonio no es para ellos palabra polisémica. Sus juicios, además, suelen estar supeditados a otros juicios, a juicios previos, a pre-juicios. No hace falta más que una mirada al entorno para comprobar que el engolamiento excluyente es moneda de cambio. Y es que el horizonte parece comenzar a ser menos triste y aturdido. Más cercano a historias y patrimonios.
Esto conduce, inevitablemente, a la doble moral, cuya síntesis ejemplifica un primo mío, al que me une el afecto intenso y la complicidad, de forma tajante: «Si se emborracha el hijo de X, todo el pueblo exagera la tremenda borrachera que llevaba ayer el muy sinvergüenza. Si, por el contrario, la tremenda borrachera la había amarrado ayer el hijo de don Z —mi primo pone siempre nombres propios—, el pueblo entero, pesaroso, se duele de que el pobrecito se haya sentido mareado». Y no son paradojas. La realidad, de la que cada uno de nosotros tendrá sus propios ejemplos.
Lo mismo está ocurriendo —bueno, sigue ocurriendo— en política. Pero el sesgo de los últimos tiempos ha acentuado el asunto de manera más que notable. Ni siquiera han guardado algunos los pactos silenciosos del tiempo que exige la cortesía respecto a los mandatos surgidos de las urnas en las pasadas elecciones municipales y autonómicas. A la falta de cortesía se han unido la de respeto y elegancia. Parece que les duele que los movimientos sociales y semejantes entren en el terreno de la política, que pensaron siempre coto reservado de caza (de brujas). No se les permite el más mínimo error desde las filas de quienes han cometido tantos y tan notables, eso sí, muy alejados del recordatorio bíblico de la paja en ojo ajeno y la viga en el propio. Y, claro, llega, inevitablemente, la danza de la mierda que esparce sus olores por doquier, y en la que los ciudadanos, en general —¿no acabarán de entenderlo nuestros próceres de una vez?—, no quieren entrar. No es de extrañar que alguien, con el riesgo que tal afirmación encierra, diga que «las urnas son peligrosas» (¡!). La ciudadanía reclama soluciones a los muchos problemas existentes, no disputas permanentes que algunos periodistas (¿propagandistas?) se encargan de atizar desde que nace el sol hasta el ocaso por emisoras y platós. No olviden, de cualquier manera, que pactos y otras zarandajas de perpetuación de la especie nunca pueden hacer ciudadanos de primera y de segunda. Tomen nota de lo que importa a todos. Todos.