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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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M iro desde la ventana del hotel: delante hay un parque sobre el que está cayendo la lluvia en este atardecer del viernes 17 de julio. El hotel es antiguo, pero cuando fue nuevo tampoco era tan nuevo. Porque imitaba un castillo templario ubicado junto a una tierra de nadie entre el barrio de la Puebla y el de Flores del Sil. Aquella tierra era de una empresa minera y siderúrgica. Detrás del hotel había una explanada de pedregal donde venía el circo de los hermanos Tonetti. Por el otro lado, hacia el Pajariel había una finca bien vallada, donde vivían esos mismos árboles que contemplo ahora, de un verde gris bajo la tromba.

Entre el agua de julio ha vuelto a surgir la valla de obra pintada de blanco, que era de espino en el lado que da al monte. Veo la cerca y he vuelto a ver al Belga, el hombre más poderoso del Bierzo hace unos cincuenta años. El que infundía temor y respeto en los empleados de la mayor empresa minera privada de España. Él era ese hombre que ahora sale del chalet en su gran coche blanco americano, que conduce un chófer de librea. El Belga cada vez más belga y calvinista. Ingeniero riguroso que vivía entre meridionales norteños.

Se ha ido el Belga camino de alguna inspección en las minas. Vuelvo a fijarme en su casa, ese gran chalet que aún no es municipal. No juegan los niños por ahí; tampoco hay jubilados en el verdor. La lluvia continúa y mientras lo haga yo estaré en una ciudad que no existe, que ya casi nadie recuerda. Y si alguien la recuerda, estará solo. Porque la memoria es un asunto estrictamente individual. Tan verdadero como falso. Pero así vamos mirando.

Veo unos niños que juegan en el talud del tren, entre residuos mineros. Buscan blenda, oligisto, galena, aunque todo son residuos del carbón. Pero ellos les ponen esos nombres, mágicos, según los colores que vienen en el libro de ciencias. Muy cerca, unos obreros están terminando de construir el hotel Temple. Un hotel que aún no sabe que será un símbolo: el de la muerte de la ciudad industrial, el del nacimiento de la ciudad de servicios. Con los templarios como inesperados colaboradores de la nueva: ellos acaban de salir de sus tumbas con botellas de vino del Bierzo y con grandes fuentes de embutidos.

Pasan los trenes a un paso, veo el vagón restaurante iluminado al atardecer. Hay que volver a casa, el Belga también vuelve de su vigilancia por el valle del Sil. Ponferrada es una ciudad industrial de gran porvenir, decía el libro de texto. Y yo veo que esa memoria, tan raigal, ha muerto. Se esfumó aquella urbe. Y aunque la de ahora es mucho grande, hermosa y moderna, le falta aquella fuerza raigal. Hasta los templarios, que no la vivieron, la añoran. Y algo me dice que sin industria, sin una nueva revolución del metal, la ciudad seguirá un poco perdida. Aunque siempre con esperanza.

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