MARINERODE RÍO
Fuegos y fatuos
E l fuego, ese asiduo veraneante de las comarcas leonesas, especie de turista grandón, caprichoso y rugiente al que cada temporada tenemos que soportar como buenamente podamos, ha elegido una vez más esta tierra para acampar entre los robledales y los castaños, rodar por las devesas y echarse a la larga en las mullidas alfombras de pinares. Entra sin avisar y todo lo revuelve, y en sólo un momento de descuido, bienes y recursos afanosamente atendidos y acrecentados terminan consumidos por este tragaldabas cruel y violento a quien ya no sabemos cómo diantres hacer para cerrarle la puerta y simular que no hay nadie tras el zaguán.
Y como no somos a disuadir ni a engañar, al menos deberíamos aprovechar que conocemos bien a este viejo enemigo nuestro —cuántos pajares y casas, cuántas cuadras con el ganado dentro robó a los antepasados— para adivinar sus pasos, sorprenderlo, desbravarlo e irlo acancillando poco a poco hasta acabarlo, como el lobo en el chorco. Eso lo sabe la gente de los pueblos, que lleva muchos siglos y mucha memoria de convivencia con la alimaña. ¿Y qué ha pasado precisamente en estos últimos grandes incendios, como el de la Cepeda? Pues que no les han dejado ayudar.
Al presidente de la junta vecinal local, por ejemplo, le impidieron el paso a la zona a pesar de que era quien mejor conocía el monte, por dónde se podían atajar las llamas y cómo llegar a ellas, una vez comprobado que los efectivos dudaban al no estar familiarizados con el terreno. Impidieron, pues, lo único que nos lleva salvando del abismo de la naturaleza desde que el hombre es hombre, la solidaridad, y ya no se trata de calderadas comunales sino de pura sabiduría, amasada penosamente con el correr del tiempo, ahora echada a perder. Los fatuos, instalados en sus lejanos despachos, ordenan y disponen, y justo ese día, en el colmo del sentido común, no había nadie en la torre de vigilancia: estaban de vacaciones. En pleno verano.
A la selvatización del monte se une el peligroso pecado de la soberbia: actúan como si la tierra fuera suya, pero debemos recordarles —una vez más—, que no, que es del pueblo. Mucho antes que del fuego, líbranos señor de los fatuos.