Diario de León

Publicado por
Ara Antón escritora
León

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L as creencias en las que casi todos cimentamos nuestra realidad son falsas, puesto que provienen de mentes cuyos datos, conseguidos por medio de sentidos limitados e imperfectos, son incorrectos. No sirven más que para darnos una sensación de pretendida seguridad, a la que, al utilizarla de asidero, damos valor, consiguiendo únicamente fronteras que nos autolimitan. Nuestra especie se ha multiplicado por medio de la cooperación; hasta las células de nuestro cuerpo desarrollan estrategias cooperativas para sobrevivir. En este momento hemos olvidado este principio o simplemente necesitamos, como ha habido en épocas pasadas, grandes catástrofes para recordarlo. Estamos pisando el borde del abismo.

El todopoderoso siglo de la Ilustración pretendió eliminar de nuestras mentes la parte espiritual porque creía poder explicar la realidad desde la ciencia y la experimentación. Ahora que ya hemos visto que no ha conseguido hacerlo, comenzamos a mirar hacia otras partes. Nuestra salud mental y física, privada de su espiritualidad por científicos y descreídos, cuyas teorías y doctrinas no son más que, como decía el poeta, «esa segunda inocencia que da en no creer en nada», navega a la deriva por un universo que no entiende y que le prohíben imaginar. No se lleva nada, nada, no ya decir, ni siquiera pensar que más allá de nuestros sentidos hay principios, seres y formas de vida que ni aun perdidos en los sueños de una noche desasosegada seríamos capaces de darles apariencia.

Estos últimos siglos nos han dado una vida mejor en cuanto a lo material se refiere —no a todos, desgraciadamente—, pero nos han privado de una parte muy importante de nosotros mismos: aquella que sin duda estaría equivocada, por la referida limitación de nuestros sentidos, pero que era expresión de esa zona oscura de la que nos han conseguido aislar, pero que, rebelde e irreductible, pugna por emerger y al no conseguirlo por medios naturales se muestra en forma de enfermedades mentales e incluso físicas, que están anulando a la humanidad, convirtiéndola en robots bien amaestrados, que se ponen barreras a sí mismos, por no salirse del rebaño o por evitar que los echen, condenándolos al ostracismo maldito del verdadero arte, en cualquiera de sus expresiones, o del cooperativismo, de la generosidad, o incluso de la denostada caridad, que a falta de justicia no me parece tan detestable.

Antes de volvernos tan cultos y científicos no sabíamos casi nada —igual que ahora—, pero nuestro espíritu conectaba con la Tierra Madre y la mente interpretaba, a la medida humana, de una forma satisfactoria para todos, aquello que no entendía, porque eran sus vivencias cotidianas las que tomaba como modelo y, a fuerza de repetir un esquema, surgía el mito, y entonces todo estaba claro y el héroe, la heroína —que también las había— o el dios, se encargaban de dar apoyo a los vacilantes pasos del hombre, y este se lo transmitía a sus hijos y a los hijos de sus hijos y, sí, serían conocimientos falsos, pero les daban seguridad porque todo su ser estaba representado en ellos.

Ahora tampoco sabemos nada, o casi nada, pero ya hay listos que piensan por nosotros, que saben manipular nuestro ego para que sirvamos sus intereses, y si hay que negar lo evidente, se niega, por no ser menos que el vecino. Y si es preciso cerrar los ojos a todo lo que no sea material, se cierran aunque nos esté golpeando en la frente a cada minuto. Hay que decir que el arte moderno y las performances son «divinas de la muerte» y que la marca tal o el lugar cual no tienen igual porque ya lo dijo Álvaro Borja, también conocido como Albiborji, o Bernarda Edurne Cayetana, Bedurne para los coleguis, o lo hemos leído en el Twitter o en el Face, donde proliferan el mayor número de noticias manipuladas y sin contrastar que uno pueda imaginar, y que han conseguido que ignoremos a aquellos que se sientan a nuestro lado o que caminemos ciegos por las calles, escribiendo o compartiendo algo que ni siquiera es nuestro, con la esperanza de que amigos que no conocemos pulsen «me gusta». Y allá todos detrás de los iconos de la estupidez, sin haberse parado a pensar, a digerir los datos, a sentir el entorno que nos habla.

Una vez convertidas en verdades las majaderías del espabilado de turno, ellas se encargarán de manejarnos. Ya no hace falta nada más; tomarán el mando y controlaran nuestro cerebro y, a través de él, nuestro pensamiento y nuestro cuerpo, y con ello toda nuestra vida, que no solamente se aleja de la Tierra Madre, también de nuestro ser único, intransferible y diferente, que está en nosotros para hacernos vivir y cumplir un proceso vital en el que desempeñaríamos un papel que llenaría nuestra existencia, porque para hacer eso y no otra cosa habríamos sido creados, con perdón.

Vivimos en un entorno que nada tiene que ver con lo humano y estamos tan olvidados de nosotros mismos que seguimos como autómatas cualquier palabra altisonante que nos llega. ¿Y si no escucháramos? ¿Y si fuéramos capaces de hacer el silencio alrededor, eliminar el miedo a ser diferentes y pensar? Tal vez entonces conseguiríamos potenciar la inteligencia y la consciencia y veríamos la necesidad imperiosa que hay en el mundo de amor, de apoyo y de búsqueda de objetivos comunes que nos conduzcan a una meta y no hacia la dispersión, a la que vamos, ciegos y sordos, como muñecos a los que se les ha dado cuerda, y que acabarán estrellándose contra la eterna Torre de Babel que, como perenne esfinge, siembra sus acertijos disfrazados de esperanzas, disgregando a los miembros de la especie humana y sumiéndolos en la confusión y el desamparo.

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