Diario de León
León

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Claro que Kapuscinski tenía razón. Entre las personas más malas que conozco hay periodistas, o apegados a este oficio que a menudo se embarulla con relaciones públicas, un género en las antípodas de la esencia del periodismo, el alma, que no es otra que contar lo que no interesa desvelar, poner luz entre las sombras del poder. Con casi tantos periodistas entregados a la oficialidad de la propaganda como dentistas que recomiendan el chicle sin azúcar (hoy no extraña ver dos tercios de páginas de un periódico con contenido tutelado por instituciones o grupos de mando) resulta emocionante encontrarse en verano a chavales decididos a engrosar las filas de la artillería de la libertad. Más, si cabe, con las tentaciones de otros mundos y otros yacimientos, más, incluso, en estos tiempos en los que en cualquier esquina de Twitter se amontona más información que la que fluye por redacciones acaudaladas. Tampoco se trata de reducir la función a contar que murió Fulanito de Tal a gente que no sabía que Fulanito de Tal estaba vivo. La presteza de esa juventud insultante alienta a combatir el mito de que esta ración diaria se hornea, por este orden, para los periodistas, para los poderosos y los banqueros, para saciar egos y, como último recurso, entretener el rato del café o un viaje tedioso en la Feve. Sólo el aleteo del teclado de Sergio López, Luis Salvador, Bárbara Ugidos, Miriam Badiola y Sandra Alija parece que ayuda a combatir esa creencia absurda de que esto pasa por tienda en la que se venden al público las palabras del color que las quiere; o que la gente confunda lo que lee en los periódicos con las noticias; y a derribar el mito de que sectores acomodados ven en estas páginas lo que les halaga el oído. Se puede proclamar que la generación mejor preparada de la historia está lista para responder a la mediocridad que se embosca en la desinformación que reboza la realidad. Creen, confundidos, que viene a aprender; y lo que hacen es enseñar, transmitir valores que se suponían enterrados por inanición. Exponen su audacia en capítulos excelentes para la redacción, como aquel momento en el que David L. Mirantes decidió resucitar del sopor una tarde muerta de julio y, para demostrar que el talento no es patrimonio exclusivo de los recomendados, desgranó con un ripio sobre el pan y las fotos de Silván todo el porvenir de dos décadas de la política leonesa. Y lo clavó.

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