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Publicado por
juan carlos franco
León

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P ésimo día, el de ayer, para seguir considerándonos seres racionales. Mala jornada y peor suerte inaugurar una exposición fotográfica sobre tu historia futbolera cuando todas las retinas están fijas en LA FOTO. La solidaridad de los seguidores blanquiazules ha parido una muestra que se expone en el Museo del Bierzo y que conseguirá reactivar, en próximas jornadas, recuerdos de mi infancia, como los de aquellas visitas de la Deportiva al municipal cacabelense para enfrentarse con los azules de la Unión. Sin embargo, ahora, la única fotografía que intento, y no puedo, procesar es la de ese niño anónimo al que la estupidez humana arrastró hasta una playa de Turquía tras ahogarlo en el Egeo.

Su pantalón corto, su camiseta roja y sus zapatillas, en las que por ningún lado asoma rastro de marca alguna conocida, me devuelven a los años en los que los niños del pueblo nos calzábamos con bambas Cadena, en el mejor de los casos, adquiridas en la tienda de Celedina y nos abrigábamos con koreanas —antes de que la moda de rescatar lo retro las volviera a poner en circulación— compradas en Maconde —donde la calidad sí debía estar reñida con el buen precio—. La nuestra no fue una infancia fácil, pero al menos no tuvimos que enfrentarnos a la obligación de abandonar un terruño para poner a salvo el pellejo.

El sinsentido de la muerte de ese niño de tres años me ha refrescado recuerdos de otros que, en su etapa de adolescente, tuve la oportunidad de conocer después de que pudieran alcanzar su ‘tierra prometida’. Karim, ‘Eboué’, Bubba, Valeri, Paulo,... La sonrisa con la que siempre acompañaban el «sí míster», era de una amplitud y franqueza sólo comparable a su poca pericia con el balón en los pies. A muchos hace tiempo que les perdí la pista. A otros todavía me los cruzo con cierta frecuencia por las calles de Ponferrada y entonces revivo las historias que contaban en el vestuario sobre su ‘aventura’, y la de otros conocidos que no tuvieron su misma suerte, hacia el primer mundo.

Vuelvo a mirar la foto de la playa de Bodrum y pienso en lo que me habría perdido si alguno de esos niños que tuve la suerte de entrenar hubieran tenido el mismo final.

Luego observo la del gendarme transportando en brazos al menor fallecido —hasta creo entrever en su gesto cierto cariño— y pienso que todavía hay esperanza.