Diario de León

CUARTO CRECIENTE

El síndrome de Daladier

Ponferrada

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Voy a escribir sus nombres: Argelès-sur-Mer, a la orilla del mar, Saint-Cyprien, Bacarès, Septfonds, Rivesaltes, Gurs, Vernet d’ Ariège. Son lugares de Francia, lugares de los departamentos de los Pirineos Orientales, Mediodía y Aquitania. Y son los nombres de los campos de internamiento que en 1939 albergaron, en condiciones penosas, a más de medio millón de refugiados que huían de la Guerra Civil Española. Cataluña estaba a punto de caer en manos del Ejército sublevado y las carreteras de los Pirineos se llenaron de automóviles, camiones, carros y familias que trataban de alcanzar la frontera a pie.

Temían a las tropas de Franco. Y viendo la represión que se desencadenó acabada la guerra, tenían serias razones para huir. Su vida peligraba, más allá de lo que hoy llamamos ‘daños colaterales’ que provocan los combates en una guerra.

La frontera de Francia permanecía cerrada desde finales de enero y el presidente Daladier incluso había propuesto en un decreto de noviembre de 1938 la expulsión de todos los refugiados españoles, a los que había calificado de «extranjeros indeseables».

El 5 de febrero, con el aliento de las tropas de Franco encima y una masa creciente de personas desesperadas que cruzaba clandestinamente a Francia, a Daladier no le quedó más remedio que abrir la frontera. Los gendarmes, eso sí, identificaban a los hombres como combatientes y los separaban de las mujeres.

Los llevaron a «estacionamientos temporales» en «reclusión administrativa». Y así los tuvieron en ‘campos de internamiento’. Muchos de ellos seguían allí, en la playa de Argelès o en Vernet cuando los nazis ocuparon Francia. Muchos de ellos, tratados como apátridas, acabaron en campos de exterminio como Mauthausen, o se sumaron a la lucha contra el nazismo, en la Resistencia, o en la División Leclerc que liberó París.

Y ahora díganme si no tenemos motivos para acoger con los brazos abiertos a los refugiados sirios que huyen de la guerra, sin cicatear con las cifras, sin mirarlos a todos con recelo, como por desgracia les ocurrió a nuestros abuelos en la Francia de Daladier.

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