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León

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Tenía miedo a Don Paco, la raya acostada a la derecha para domar el remolino de la frente, una herida de guerra en la nariz y las ceras de Alpine empacadas en el estuche nuevo. Venía de la vida sin necesidad de hacer la fila, ni contar con los dedos, ni pintar dentro de los márgenes, ni estar sentado. No entendía que hubiera que levantar la mano para poder hablar y me pasé medio curso en el rincón de pensar para descubrir cuánta enseñanza se esconde en el vértice de dos paredes. No recuerdo cómo salí de ahí, de aquel colegio de Valles de Boñar, como luego de La Palomera y el Ordoño II. No estoy muy seguro de qué manera el impagable pelotón de maestros que pasó por mi vida consiguió abrir el horizonte de un proyecto vital. Qué milagro.

La cadena se pone en funcionamiento de nuevo cada mes de septiembre para dar cuerda al mundo con la intención de que la sociedad avance. Se abren las puertas de las escuelas como si fuera la primera vez para definir la partitura de una comunidad educativa que en el último cuarto de siglo se ha sometido al escarnio de seis leyes diferentes: cada cuál más obtusa, cada una más ideológica y sectaria que la anterior; todas condenadas a la miopía que los grandes partidos han aplicado a sus políticas sin comprender que hay asuntos que requieren un pacto de Estado alejado de sus miserias. Pero así estamos: encerrados entre la dictadura de los mediocres que postulan los socialistas y la jerarquía de las élites que propugna el PP; abandonados a la transferencia de las competencias para dar barra libre a la manipulación de contenidos y alimentar la asimetría de las autonomías, como sucede con la sanidad; expuestos al acecho de las editoriales con el cambio de libros que sangra a las familias.

Pero la escuela resiste agarrada a sus maestros, a pesar de las interinidades infinitas incluso por horas, de la falta de oferta pública de empleo que se enmascara con aulas masificadas, de la escasez de medios materiales, del aumento de la conflictividad inducida por la crisis, de la indefinición de las reválidas del Bachillerato... Cada mañana del curso se levanta la legión de educadores para salvarnos, como hizo conmigo don Paco, doña Manolita, don Antonio, Rosa, Pilarina o Justo; como vi a mi padre durante décadas para intentar que la sociedad fuera mejor a partir del estímulo del talento de sus miembros.

Aún les oigo: Caballero, al encerado. Se me pasa el miedo porque sé que no se rinden los maestros.