Diario de León
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miguel á. varela
León

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E n algún lugar de Centroeuropa, entre Serbia y Hungría, un grupo de refugiados sirios escapa del acoso policial al que son sometidos por la autoridad húngara. En la confusión, una reportera aparta la cámara para dar patadas a una niña y a un adolescente que corren con cara aterrorizada. También zancadillea a un hombre con un niño en brazos. Ambos caen al suelo.

Al padre zancadilleado lo contratan en España como entrenador de fútbol, pero eso es otra historia. El vergonzoso gesto de la reportera da la vuelta al mundo. A la reportera la despiden. La reportera emite una confusa nota de disculpa. La reportera se justifica diciendo que se asustó. Su retransmitido gesto no fue de susto. Sólo un odio inoculado e interiorizado puede provocar un acto así.

En Tordesillas se ha celebrado la denominada fiesta del Toro de la Vega. Una de esas «ancestrales tradiciones» condenadas a desaparecer más temprano que tarde, envueltas en el revuelo mediático y la tensión social que provoca el tiempo final de una costumbre anacrónica, gratuitamente cruel e indigna de un ser humano del siglo XXI.

En las imágenes del «festejo» salen muchos mozos fugados de alguna de las pinturas negras de Goya. Portan cayados y gesticulan frente a las cámaras. Insultan, amenazan y agreden a los que se oponen a la «celebración». En sus gestos defendiendo lo indefendible hay restos neanderthalenses que echan por tierra miles de años de evolución.

El país entero ha seguido el caso del repugnante crimen de la peregrina norteamericana Denise Thiem, cuyos restos han aparecido mutilados meses después de su extraña desaparición cuando cubría una etapa del Camino. Sobre lo que podría parecer una brillante actuación policial, con su correspondiente «medalleo» político, se ha visto ensombrecido por lo que parece un flagrante caso de descoordinación.

En su momento, ya la carta de un senador estadounidense ofreciendo la ayuda del FBI tenía más pinta de tirón de orejas que de espíritu de colaboración policial internacional. Y ahora, con el sospechoso detenido y confeso, se nos cuenta que un ridículo conflicto de competencias entre cuerpos policiales evitó que se pudiera encontrar el cadáver a los pocos días del crimen, al ser expulsados los expertos de la zona de rastreo por un caprichoso asunto de demarcación de límites. Un sobrante gesto de autoridad que ha retrasado seis meses la resolución del caso, con todo el daño que ello supone para familiares y para la propia imagen del Camino.

Stefan Zweig, en su extraordinario estudio biográfico sobre Fouché sostiene que «la culpa de los revolucionarios franceses no es haberse embriagado de sangre sino de palabras sangrientas». Donde pone «palabras» lean «gestos».

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