Diario de León

TRIBUNA

Memorias europeas, Mi traición a UPyD

Publicado por
Antonio Jiménez-Blanco. Catedrático de Derecho Administrativo y Letrado de las Cortes
León

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C omo todo el mundo sabe, Francisco Sosa Wagner es un catedrático de Derecho Administrativo caracterizado por su especial compromiso con los valores de la libertad y la igualdad. Hasta el grado de que, en un cierto momento de su vida, dio el paso, nada sencillo en estos tiempos, de meterse en política: fue eurodiputado de UPyD —el partido que entonces encarnaba dichos ideales— en la legislatura 2009-2014 y también en la que se inició en 2014, aunque en esta segunda etapa la aventura se truncó en seguida por razones que son del caso. Durante sus cinco años largos de político (de actividad parlamentaria europea, para decirlo con más precisión), Sosa se tomó la molestia de escribir un diario —un semanario, mejor— con su agenda y sus percepciones. El resultado es el libro que acaba de salir: Memorias europeas, Mi traición a UPyD.

Se trata de un libro diferente a todos los demás de su especie, las memorias de políticos, porque es su autor quien resulta, en efecto, distinto. Con razón duró poco en el oficio parlamentario.

Me encuentro entre quienes conocen a Sosa —Paco, como nom de guerre— de cerca y de antiguo. Y la impresión que he sacado de la lectura se puede explicar con una palabra muy empleada por la filosofía alemana del siglo XX, autenticidad. El que se refleja en el texto no es sino el propio Paco, sólo que ahora expresándose en lenguaje escrito. Tal vez se podría definir su personalidad con una palabra barroca: exuberancia.

Nuestro hombre tiene verdadero horror vacui, como si fuera el autor del retablo de la mismísima Iglesia sevillana del Salvador. Al mismo tiempo que parlamentario europeo, y sin abandonar muchas de sus tareas académicas, resulta que tenemos un ávido lector, un asiduo escritor de periódicos y de libros, un entusiasta asistente a óperas, un frecuentísimo viajero por toda Europa y por el mundo, un marido —y un padre y un hijo— entregado, un gastrónomo refinado —que, por cierto, ya tenía el estómago lleno antes de llegar al cargo— y no sé cuantas cosas más.

Tan es cierto lo que digo que, lejos de la circunspección expresiva a que obliga la tiranía de la corrección política, Sosa no tiene embozo (o, dicho a la inversa, se expresa con desempacho: según Covarrubias, «liberalidad y desenvoltura»), en poner por escrito lo que lleva mucho tiempo denostando en privado: no me refiero sólo a la ideologización y el partidismo —para el autor, dos tragedias de la sociedad española y no sólo de su bullanguera vida pública y mediática—, ni tan siquiera a la que es su auténtica bestia negra, los nacionalismos, sino a algo más delicado: los juicios críticos sobre las personas, que en el texto no se ahorran, así estemos ante gente —casi siempre, políticos profesionales— que ha podido ser o incluso sigue siendo importante. Algo que sin embargo se opone en el texto de manera poderosa a los sentidos elogios que, a modo de oraciones fúnebres, se dedican a dos maestros universitarios que fallecieron durante el período de referencia: Eduardo García de Enterría y Ramón Martín Mateo. Dos piezas de primera división por sí mismas.

Durante la legislatura europea de 2009-2014 Sosa era el único diputado de un partido pequeño y no convencional. De ahí que su perspectiva sobre las actividades parlamentarias —que, como es obvio, son el objeto de la mayor parte del libro— tuviera que ser singular. ¿En qué sentido?

Volvamos al barroco, que es cuando el alma española llegó más lejos: la literatura del Siglo de Oro tuvo que habérselas, como resulta notorio, con una realidad de contraste entre el hecho se seguir siendo el país más poderoso del mundo y, sin embargo, disponer de unas instituciones públicas que, antes y después de Olivares, habían degenerado en fachadas, en cascarones vacíos: un sueño, o un puro teatro, como diría el gran Calderón. De ahí que la palabra más empleada fuera la de desengaño (Desengañarse, «Caer en la cuenta de que era engaño lo que tenía por cierto». De nuevo la fuente es Covarrubias). Y de ahí también que el más inteligente, Gracián, recomendara actuar con tiento y no terminar de ser sincero: la primera regla de conducta sólo podía ser el disimulo («No darse por entendido de alguna cosa»: también Covarrubias).

Y bien es cierto que quienes no siguieron el sabio consejo y osaron hablar con libertad («Miré los muros de la patria mía…»). acabaron pagando un altísimo precio personal: el poder era, si, débil, pero no tanto como para no poderse ensañar contra quien se atrevía a decir lo que todos podía ver.

Que en todo Parlamento anidan disfunciones funcionales muy graves es algo conocido y denunciado desde el origen de los tiempos. Pero bien sabemos que a la asamblea europea, justo por su fama de momio, los partidos políticos suelen enviar a estómagos agradecidos y que, lejos de quejarse de lo que tienen ante sus ojos, van a seguir —como en efecto sucede— la máxima del legendario jurista aragonés: mirar para otro lado, que diríamos hoy, como manera de agenciarse el objetivo mayor, que los vuelvan a meter en las listas. Pues bien, lejos de ello, Sosa se muestra como un Guevara del siglo XXI y se dedica —con entusiasmo— a la impertinente tarea de levantar los tejados de los edificios parlamentarios de Bruselas y Estrasburgo y mostrar sus miserias con toda crudeza. Ese es en efecto el hilo conductor del libro, hasta el punto de terminar dejando en el lector la impresión de que, cuando en septiembre de 2014 nuestro autor decidió irse no sólo de su partido sino también de allí, experimentó una sensación, sin duda, de pena («el hombre no se separa de nada sin dolor, ni tan siquiera de las personas, cosas y lugares que menos satisfacciones le han dado»: Guillaume Apollinaire), pero también, y quizá en proposición aún mayor, de alivio (desempalago, para decirlo por cuarta vez en el significado de Covarrubias: «Quitar el hastío»).

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