MARINERO DE RÍO
Hijos del centeno
S on ahora palacios de ausencias. La del ganado, que antes inundaba las calles con su pacífico trote y sus mensajes históricos –vacas y ovejas contaban, a quien supiera escucharles, estupendas historias de cabras y búfalos domesticados, sus antepasados; la del canto rodado y el tapial, cuando todo el pueblo era para nosotros un plano del tesoro hecho de teja y adobe; y la de las costumbres y trabajos, llegados de un tiempo en el que el mito sabía a leche y cebada. Echamos de menos hasta las calles de tierra con sus cuestonas y negrillos y nogales, y los regatos que bajaban por ellas, y los humildes puentines tendidos para sortearlos. Por cierto que esos pequeños canales tenían un nombre que yo rara vez he visto escrito: madriz, que parece venir de matriz, y la etimología daría cuenta entonces de un bautizo perfecto, porque era el agua que fecundaba, que desde la pontona entraba a regar y embarazar praos, fincas y huertos.
Hasta las cosas hablaban y sabían de relatos. Hasta los nombres de las cosas se han ido.
De todas esas ausencias, la que más duele es la que nos privó de la gente. Habitantes de otro mundo a los que, durante unas impagables, sublimes décadas, tuvimos el privilegio y la extrañeza de conocer, como dos viajeros siderales que se rozan los dedos en mitad de un viaje a través del tiempo. De vez en cuando los invoco, los traigo al aquí y al ahora, y les pongo al día, les hablo de los hechos que nos envuelven, engañoso vendaval de novedades. Por ejemplo, sobre la buena-nueva ferroviaria que llegó con su nimbo de gloria, recordaría mi agüela cuando iba a la vía a recoger carbones caídos de la locomotora, y de aquel memorable viaje –le pareció que atravesaba un mundo- que un día hizo a Veguellina. Y de las fotografías precocinadas de los políticos, de las sonrisas de raposo, bien nos alertarían aquellas generaciones de su oportunismo, hábiles pero viles en el manejo del calendario («en cuanto ellos llenen el buche, ¡bastante les importa lo demás», oí cierta vez).
Somos hijos del centeno y de la remolacha. No lo olvidemos. Pero como lo olvidamos y pensamos que somos nosequé (nunseiquéi, diría Gino) chic y moderno, caemos y nos damos de morros. Una y otra vez