Diario de León

Publicado por
Ara Antón escritora
León

Creado:

Actualizado:

E s una mañana perfecta en algún lugar de la costa. La temperatura es tan agradable que invita a olvidarse de la hora de regreso a casa o al trabajo. Las gentes, influenciadas quizá por los macizos de flores, por los hermosos árboles, por la luz y el resplandor del mar que estalla en diminutas estrellas reflejando los rayos de sol, ríe a menudo, gasta bromas y se demoran indolentes en las terrazas, donde los cafés o las cervezas desaparecen poco a poco. De pronto, algo altera el perfecto instante. Un hombre de pelo blanco y dedos nudosos empuja una silla de ruedas. En ella, en una imposible postura, reposa una mujer, su mujer, que, por el estado en que se encuentra, lleva años sufriendo la enfermedad. El tiempo se detiene y con él las bromas y las risas, el olor de las flores y el balbuceo de los bebés. Pero es solo un instante; enseguida el anciano se para —la calle es una cuesta empinada—, respira profundamente y se inclina sobre el rostro vencido de su esposa, acariciándolo y susurrándole cariñosamente. Ella sonríe y con su sonrisa la vida brilla de nuevo en la calle.

Este es solo un caso. Cientos, quizá miles de personas luchan en solitario por sus seres queridos de una u otra manera y hasta logran arrancarles una sonrisa, que comparten como si su inmenso sacrificio no fuera nada y no estuviera por encima de las obligaciones y de la propia vida.

Mientras, el mundo sigue girando y los otros, los que no aman, permiten que el dolor se instale; es más, lo fomentan e incluso lo crean en su propio beneficio, en el de un partido político o en el de su amiguete o pariente. Para lograrlo, no sienten empacho en engañar, disfrazando la verdad o mintiendo descaradamente, atentos solo a su presente. El futuro no les importa porque ellos ya no estarán y podrían dejar hundir una aldea o un país entero.

¿Alguien les ha explicado honradamente a los fervientes independentistas las consecuencias en pro o en contra de su entusiasmo secesionista? ¿Les han hecho ver que cualquiera que sea el resultado será un fracaso social, pues un cincuenta por ciento de ellos habrá perdido? O, yendo más allá, a estas alturas de nuestra mascarada democrática, ¿podrían creer lo que les cuenten?

¿Alguien se ha puesto a pensar en la frustración y posterior enfado de los cientos de miles de refugiados a los que no vamos a tener nada que ofrecer, salvo promesas imposibles de cumplir? O tal vez sí. Eso lo ignoramos los de a pie. Juzgamos simplemente por los cuatro millones de parados, compatriotas nuestros a los que al parecer no podemos ayudar y que pierden sus casas y alimentan a sus hijos estirando la exigua pensión de sus padres o acudiendo avergonzados a comedores en los que se les ofrece alimento sin preguntarles nada. Todos vemos esto, y llenos de asombro, nos preguntamos qué podemos brindar a esas pobres gentes que acuden a nosotros empujados por una guerra, que no entendemos porque nos faltan datos macroeconómicos y estratégicos, que seguramente la justificarán, pero que, tercos e ignorantes, con los ojos redondos y el labio caído, nos empecinamos en preguntarnos unos a otros si no sería mejor detener esos enfrentamientos y dejar que estas personas, que ahora se ven obligadas a huir, vivan y disfruten de la tierra en la que nacieron. Porque, no nos engañemos, la euforia por ambas partes pasará, el dinero para socorrerlos se acabará —ya estamos asombrados de que haya aparecido— y, cuando eso ocurra, esa pobre, desarraigada y golpeada multitud nos mostrará sus manos vacías y nosotros no podremos poner nada en ellas porque la pensión del abuelo ya no se puede estirar y los comedores ya no darán abasto a sacar platos cada vez con más agua y menos carne. Y ellos se sentirán abandonados.

Entre tanto, aquellos a los que hemos confiado nuestro gobierno o nuestra representación, sin pensar en el futuro, no tan lejano, ni en el dolor que van a causar y están causando, cantan himnos mirando al sol e izan o arrían banderas, llenando los oídos y la mirada de los que no piensan, de aquellos que no han visto o no han querido ver pasar ante ellos a un anciano empujando una silla de ruedas, que está acabando con las pocas fuerzas que le quedan, pero en la que va su amor de siempre, la madre de sus hijos, su compañera «en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad» y que seguirá haciéndolo sin alharacas, sin discursos, sin himnos ni banderas «hasta que la muerte los separe».

tracking