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S omos raros. España es el único país en el que una parte de sus habitantes no quieren ser españoles, otra se declaran ciudadanos del mundo y los restantes —quizá mayoría en términos numéricos— se sabe español y se declara feliz por serlo. Si España fuera una persona, hombre o mujer, no desentonaría como personaje de Wody Allen, siempre a diez minutos de acudir al siquiatra a cuenta de sus dudas existenciales. ¿Ser o no ser español? La diferencia entre nosotros y Wody Allen, no todos, entiéndase lo que quiero decir, es que con el genio de Nueva York uno acaba desternillándose mientras que lo nuestro cursa en formato de drama.

El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos que dejó escrito Unamuno. Aquí se hace una encuesta preguntando a la gente qué es ser español y uno acaba llevándose las manos a la cabeza ante la disparidad y lo disperso de las respuestas. Lo más sorprendente es que todo esto nos pasa a la altura de los más quinientos años que lleva fundado el Reino de España, pese a lo cual hay españoles que todavía no se han enterado de la noticia.

Taifas por doquier. Nunca en paz con nosotros mismos. La peculiaridad, como se ha descrito, se extiende al Himno Nacional: único, también en el mundo, que carece de letra. Circunstancia que en ocasión de eventos relevantes la euforia colectiva se ve privada de la magia de la palabra. Quien dude de lo que digo, que pruebe a escuchar a un grupo de ciudadanos franceses entonando La Marsellesa . Hablando de Francia, ¿alguien recuerda a algún ciudadano del país vecino dudando de lo que significa ser francés? Yo, no. Ni tampoco a un alemán y eso que la Alemania de hoy, hasta l871, fue Prusia, Baviera, Westfalia, Wurtemberg, el Reino de Sajonia y algunos principados más. Su biografía nos dice que en su fuero íntimo Cánovas del Castillo no lo pensaba, pero tiene sentido la amarga ironía que destila aquella «boutade» suya según la cual eran españoles los que no podían ser otra cosa. Raros, desde luego, sí somos.