Diario de León

TRIBUNA

La izquierda desmemoriada

Publicado por
Francisco Martínez Hoyos. escritor
León

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E n Rebelarse vende (Taurus, 2005), Joseph Heath y Andrew Potter hacían una crítica feroz de aquellos movimientos que van de contraculturales pero, en realidad, sólo sirven a los engranajes del capitalismo. Contra lo que indican las apariencias, hippies y yuppies no serían tan distintos ya que compartirían unos mismos valores básicos. Sobre todo, la necesidad de diferenciarse frente a una masa supuestamente aborregada. Este diagnóstico, a todas luces incómodo, le va como anillo al dedo esa antigua izquierda revolucionaria que, con el paso del tiempo, ha evolucionado hacia zonas más templadas del espectro político. Nada malo hay en ello. Lo que no es sincero es hacer gala de radicalismo teórico mientras se práctica la moderación.

Cuando el discurso no coincide con la realidad, hay que acomodad la realidad al discurso. Ejemplo de esta actitud lo aporta, en su reciente autobiografía, José Antonio González Casanova, catedrático de derecho constitucional y uno de los expertos que contribuyó a la Carta Magna de 1978. En Memoria de un socialista indignado (RBA, 2015), libro galardonado con el Premio Gaziel, pasa cuenta a su trayectoria política con la autoindulgencia que suele caracterizar a este tipo de literatura.

El volumen que nos ocupa empieza con una pregunta, cuando menos, desconcertante. Un socialista, ¿nace o se hace? González Casanova, con algunas anécdotas, intenta demostrar que él tenía un corazón progresista prácticamente desde la cuna. Uno de los indicadores de este izquierdismo congénito sería un incidente que ocurrió cuando él tenía alrededor de tres años, hacia 1938. Cogió un fajo de billetes de su padre y lo arrojó al retrete. A él le podrá parecer un gesto precoz de alguien que ya entonces intuía la malignidad, por esencia, del dinero. Quién piense en los miles de españoles que entonces pasaban hambre —la familia del autor de estas líneas, campesinos de un pueblecito de Granada, sin ir más lejos—, tomara la gracia en un sentido muy diferente.

Si hemos de creer al autor, fueron diversos los hechos que le condujeron a «desclasarse» en el ámbito doméstico. Evita así reconocer que, más que un revolucionario en ciernes, era un niño malcriado que llamaba «roja» a una sirvienta, hasta el punto de obligarla a marcharse de casa porque ese comentario, en la España de la época, podía tener muy graves consecuencias. El González Casanova adulto reprime el sentimiento de culpa cuando imagina que, de alguna manera misteriosa, pretendía liberar a la pobre infeliz del tufo franquista de su familia. Franquismo que él compartía sin reservas, lo mismo que tantos niños burgueses adoctrinados para admirar incondicionalmente a Franco y José Antonio Primo de Rivera.

En su exegesis de José Antonio, pese a los años transcurridos, se dejan ver los ecos del antiguo entusiasmo juvenil. Es más, asegura que sigue estando de acuerdo con el fundador de la Falange en los aspectos básicos. Cita, por ello, textos suyos que le conmueven. Como el siguiente, acerca de los desheredados: «La vida de España sangra con la injusticia de que millones de nuestros hermanos vivan en condiciones más miserables que los animales domésticos».

El problema es que así, con citas selectivas, se puede llegar a justificar cualquier cosa. También podemos encontrar textos «obreristas» de Hitler: no en vano, el gustaba de apellidarse socialista y mantuvo, durante la Segunda Guerra Mundial, unas prestaciones sociales que para sí hubieran querido los obreros franceses o británicos. ¿Quiere decir esto que el Tercer Reich tenía aspectos positivos? ¿Podemos estar de acuerdo con el Führer en lo esencial? Es obvio que de ninguna manera. Pues con Primo de Rivera sucede lo mismo: no fue más que un señorito que practicó el terrorismo.

La simpatía por el mártir por excelencia del franquismo deja traslucir su tendencia a confundir la realidad con el deseo. Bien pensado, algo natural en quién repasa su vida y necesita situarse bajo la mejor luz, la que resalta su perfil heroico. Cuando nos habla de sus intentos de proselitismo izquierdista en la etapa de su servicio militar, afirma sin tapujos que no entiende que aquella osadía no tuviera consecuencias para él. Pues claro que no las tenía: el franquismo no trataba igual a los hijos más o menos díscolos de la burguesía —los suyos, a fin de cuentas— que a los trabajadores, el enemigo de clase, el verdadero enemigo. Esta distinta vara de medir explica, entre otras cosas, que un hombre como nuestro autor, que se las daba de «socialista revolucionario», ocupara una cátedra de Derecho Político mientras Franco aún vivía. Para ocuparla, como era preceptivo, tuvo que jurar los Principios del Movimiento Nacional. Lo hizo con tranquilidad de espíritu, sin «ningún prejuicio religioso ni de coherencia ética e ideológica».

Hoy nos acostumbramos a quejar la inconsistencia de nuestra clase política. La culpa está en la transición, se suele decir. Pero uno está tentado a remontarse un poco más allá, a esos años cincuenta y sesenta en la que tantos izquierdistas no parecían ver ninguna contradicción entre los ideales que decían profesar y su vida.

Más tarde, en los setenta, las élites de los partidos se posicionaron para el inminente cambio de régimen. Estaban en juego las futuras prebendas. Alfonso Carlos Comín creyó que el Partido Comunista rentabilizaría sus años como principal fuerza de la clandestinidad. Se equivocó. González Casanova, en cambio, acertó al vincularse al Partido Socialista. Allí también desembocaron muchos de sus antiguos compañeros de la clandestinidad, convencidos de que la socialdemocracia no deja de ser un paliativo de los abusos del sistema. Pero eso, en buena lógica, no resulta posible cuando se acaba en un partido de izquierda moderada. O moderadamente de izquierda.

Por suerte, siempre hay una explicación para todo. En primer lugar, no parece que los aspirantes españoles a tomar el Palacio de Invierno se tomaran demasiado en serio sus principios. Cuando José Ignacio Urenda, un antiguo compañero de militancia, le preguntó a González Casanova si había creído posible la revolución, nuestro hombre respondió con un rotundo «ni borracho». Eso nos lleva a una cuestión incómoda: si alguien no cree que sus principios sirvan para cambiar el mundo en la dirección que desea… ¿para qué los predica?

A falta de un auténtico fuego revolucionario que les impulsara, no debe extrañar que los inconformistas del pasado se multiplicaran en los ministerios, los gobiernos autonómicos, los ayuntamientos y, en general, allí donde había un cargo. Si el antiguo abogado laboralista de obreros pasa a centrarse en la dar clases en la Universidad, la razón hay que buscarla en la utilidad de la docencia para la construcción del socialismo. No en el sueldo. Ni en el prestigio social. Un tío de González Casanova, cuando este le dijo que asistía legalmente a trabajadores, le respondió que «por algo se empieza». Tenía razón. Pasó el tiempo y el socialista revolucionario acabó pidiendo a Narcís Serra que lo nombrara asesor en asuntos internacionales. A Serra, según el propio interesado, le hizo mucha gracia su «tranquila desfachatez».

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