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León

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No hay nada más terrible que la maternidad. En esta época de frivolidad, en la que nos parece que la vida es tan simple como las baldas de un supermercado, tan banal y fácil como el siguiente pago a plazos, en la que nos convertimos en súbditos del reino del consumo para no ver la vida, de repente, la vida se nos aparece, tan tozuda, tan inflexible en toda su terrible dimensión, tan temible que no podemos seguir sepultándola en más cuotas de olvido, en más y más problemas insípidos… la vida, que nos obliga a salir de la cola de zombis en el que nos empeñamos en seguir, y el miedo, ese espanto que solo estamos acostumbrados a ver en los trances decisivos, en aquellos instantes en los que la vida, de repente, abandona su placidez, su anodina tranquilidad y se convierte en una novela.

Un hijo es eso, una novela, un libro que se abre como una promesa, solo que las promesas no llegan siempre en papel de celofán. A veces, la mayoría de las veces no es así. La mayoría de las veces el envoltorio es la bruma negra de la incertidumbre, así que ese ‘a veces’ es en realidad una disfunción, un capricho insólito y excepcional de una maquinaria que siempre es infalible, que sigue adelante aunque tratemos de pensar que, a veces, puede fallar. Cuando eres madre sabes que no, que ese reloj nunca se para, que es inapelable y que siempre te alcanza, y ese siempre es la única certeza con la que contarás a partir de entonces, a partir del instante en el que descubres que ya nada se detendrá, desde el preciso momento en el que te caes del caballo y la lucidez se pega como una sanguijuela.

Cuenta Primo Levi que la noche antes de partir a Auschwitz, las madres judías velaban para preparar la comida del viaje, y lavaban a los niños, y no se olvidaban de los pañales ni de los juguetes, y las alambradas amanecían con la ropa tendida de sus hijos. «¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo ¿no le daríais de comer hoy?». Esas madres siguen en pie, aunque de tanto verlas parezca que se han difuminado, esas madres, que siguen madrugando para hacer el desayuno de sus hijos, para lavarles, aunque ese día sea el último, aunque sospechen que, como entonces, los vagones no les llevarán a la tierra prometida, que ese éxodo podría ser lo único que esconde la bruma negra de la incertidumbre, esas madres siguen demostrando que el terror no es una frontera. Y nosotros, mientras, levantamos verjas.

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