Diario de León
León

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Por las vísperas de los Santos subíamos al cementerio para limpiar las lápidas con un paño húmedo, poner unas flores en los búcaros después de quitar los restos podridos del último año y asomarnos a mirar la azotea de la vida desde las faldas de Las Revillas, mientras acariciábamos los nombres de los abuelos al pasar las yemas de los dedos sobre las letras que sobresalían del mármol. Los mayores bisbiseaban sus letanías, se santiguaban de forma mecánica y nosotros nos entreteníamos en el paseo entre las filas de tumbas, alineadas de manera perfecta, con sus panteones de piedra majestuosa, sus capillas erguidas, sus nichos de pared como estantes prefabricados para el descanso eterno y sus sepulturas humildes levantadas con un túmulo de arena. Había más personas fuera a las que se lloraba en silencio, en las cunetas y en las vallejas que llamaban por algo de los muertos, pero entonces lo desconocíamos. No había fantasmas, sino recuerdos, y los guajes aprendíamos con el rito el valor del respeto a los antepasados que se habían dejado la vida para hacer un hueco a la nuestra. No teníamos ni idea por entonces de que tres de las preguntas fundacionales de la filosofía hundían sus huellas ahí: quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos... Esa canción que luego nos regalaría Siniestro Total llena de guitarras. Ahora la festividad de los Santos retrocede arrumbada por el espectáculo de Halloween. Una fiesta importada y divertida a la que nos hemos subido agarrados a la cola de la escoba de las películas y las series de televisión norteamericanas con su receta de siempre: una pizca de consumismo, una pizca de fantasía y nada de contenido cuando se rasca en busca del fondo. Pero la muerte vende cuando se esconde disfrazada así, como si fuera un juego, como todo lo que nos da miedo y arrinconamos en una esquina detrás de un biombo de colores; en el limbo. Nos morimos de mentiras porque vivimos también un poco de mentiras, de espaldas a una realidad que nos espera tarde o temprano: nadie escapa a la muerte ni a los impuestos, como sentenciaba el personaje de Joe Black, que no conocía los paraísos fiscales, ni las sicav, ni los derechos de imagen de los futbolistas profesionales. Pero una vez al año, por los Santos, cuando se vacían los pueblos de los últimos paisanos que se van a pasar el invierno a la cuidad, vuelven los camposantos a vestirse de malva, rojo y amarillo. Y llueve mansamente sobre la tierra para que le sea leve a los que ya descansan ahí o repartidos en cenizas donde escogieron ellos. Allá iremos. Sin miedo

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