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Publicado por
Lorenzo Silva
León

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S e llamaba Jhonander Ojeda, era sargento del Ejército del Aire y tenía 27 años recién cumplidos. Su familia le esperaba, justamente, para darle una fiesta de cumpleaños a su regreso de una misión en Senegal, cuando el helicóptero que tripulaba junto a otros dos militares de aviación, José Morales y Saúl López, se precipitó al mar. No era la primera vez que Jhonander se estrellaba: ya había vivido un accidente similar en marzo de 2014, cuando el aparato en el que viajaba junto con otros cuatro militares se fue al agua y solo él pudo contarlo, tras zafarse de la cabina de la aeronave ya sumergida y nadar hasta alcanzar la superficie. A la dureza intrínseca de la experiencia se sumó la fea propina de ver cómo a algún necio le daba por celebrar el accidente y la muerte de sus compañeros en las redes sociales, excusándolo luego con un argumento tan nimio y tan peregrino como la tensión aparejada a cierto proceso soberanista.

Cualquier otro habría desarrollado pánico o cuando menos rechazo a volar, después de aquel percance. Pero Jhonander no: aquel era su trabajo y lo que quería seguir haciendo, dicen los suyos. Y es que su labor consistía, en resumidas cuentas, en estar ahí para socorrer a gente en apuros, en correr riesgos para que otros pudieran disponer de una oportunidad en los ásperos momentos en que la mar no parece conceder ninguna.

La pregunta que ahora nos hacemos, inevitablemente, es si resulta normal que en apenas un año se pierdan dos helicópteros y la misma persona se vea envuelta en dos accidentes mortales, amén de algún otro incidente grave, por fallo de motor, que en estos días recogen algunos medios. Esos mismos medios se refieren a un mantenimiento mejorable y hablan de averías continuas en unos helicópteros ya vetustos que se solventaban colocándoles piezas de segunda mano procedentes de otros aparatos. Afirmaciones que deben investigarse y en su caso probarse, pero que plantean una razonable dosis de inquietud.

Honra a la familia de Jhonander que haya aceptado el fatal desenlace como uno de los gajes del oficio que el joven sargento había elegido. Honra al ministro de Defensa haber estado al pie del cañón y los elogios que de él han hecho los familiares por la atención recibida. Pero ni la generosidad de la familia de Jhonander ni el respeto ministerial eximen de analizar si los tripulantes de los Superpuma del Ejército del Aire asumen, por su estado y los recursos disponibles para mantenerlos, un peligro excesivo. Si ese fuera el caso, tenemos un dilema: o se pone más dinero (y se compran nuevos helicópteros, si es preciso), o se los deja en tierra. Un país no puede permitirse el lujo de sacrificar gratuitamente a sus Jhonander.

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