Diario de León
Publicado por
antonio manilla
León

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La diferencia entre ver y vivir las cosas viene determinada por el número de pantallas que ponemos entre nosotros y el mundo. Ahora que todos nos hemos vuelto fotógrafos y en cada esquina nos acecha una cámara de vídeo, estar en la calle es de otra forma. Ahora que hasta los de tierra adentro nos hemos vuelto navegantes, la isla de la soledad aparentemente está habitada. En la inflación de intimidad a la que nos hemos acostumbrado sin demasiado esfuerzo, gracias a los «gadgets» tecnológicos que nos acercan lo lejano y nos alejan lo cercano, tal vez haya una vulnerabilidad crítica del sistema. Y por ese agujero se cuela sin cortafuegos la indiferencia.

La devaluación de la compañía probablemente comenzó el día que aceptamos que nuestro interlocutor consultase en mitad de una conversación sus mensajes. En el momento que al chiflo de un guasapeo le admitimos el poder de convicción de una alarma de bombardeo, a la que es obligatorio atender al instante. Y no creo que se trate simplemente de una cuestión de educación: la mayoría lo hace, así que si no es ya la norma al menos resulta una fea costumbre muy extendida. Vale que un teléfono inteligente hace la vida más fácil y llevadera, pero de verdad que no sé hasta qué punto necesitamos una vida inteligente cuando llevamos en el móvil una aplicación —desarrollada aquí, por cierto— para pagar a escote. Si dieran en ingeniar un complemento que supliera de forma convincente al bar, algunos ya no saldrían de casa.

Resulta paradójico —cuanto menos como los «selfies», esos souvenirs obsesivos de nosotros mismos— que a más interacción social virtual, los sociólogos adviertan de un progresivo deterioro de las relaciones personales. Nos comenzamos a expresar, especialmente los denominados «nativos digitales», que son los más jóvenes, mediante emoticonos en vez de sentimientos. En una o dos generaciones quizá sea difícil articular un razonamiento y, lo que es mucho peor, aunque no llegaremos a vivirlo, desaparezca el alterne, lo que sería una hecatombe. Lentamente, «la soledad tan concurrida», que diría Mario Benedetti, de páginas, redes sociales, blogs, chats y demás, se transforma en esa compañía tan solitaria a la que nadie nos da la bienvenida con un sonoro golpe en la espalda. Comenzamos a ver a través de esos aparatos interpuestos que son las pantallas el mundo. La miopía, el ver mal de lejos y afantasmado, avanza.

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