Diario de León
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ANTONIO PAPELL
León

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A rtur Mas, un personaje que llegó a la cúpula de Convergencia Democràtica de Catalunya de la mano de la familia del patriarca Pujol, se ha convertido al aparecer en el insustituible elemento mesiánico de la pulsión independentista de Cataluña, que tiene más elementos mágicos que racionales y que, como suele suceder, se basa en un romanticismo cultural según el cual son los pueblos y no los cuidadanos quienes han de asumir la soberanía y decidir su futuro. Estamos como es evidente ante un estadio predemocrático del desarrollo político, que ignora el pluralismo de Montesquieu basado en la autodeterminación libérrima de las personas, actores esenciales de los procesos de representación. La lengua alemana es superior a la de los otros pueblos, y quien la habla posee una misión cultural de superioridad. La herencia de Fichte, ya en el siglo XX, es conocida, y cristaliza en los regímenes nacionalsocialistas, ambos formalizados en torno a potentes liderazgos.

Muchos pensamos, con Mitterrand, que «el nacionalismo es la guerra», aunque haya que establecer grados, y cualquier comparación de la España actual con la Alemania de entreguerras es desaforada e inexacta. Pero la exaltación de Artur Mas, quien al parecer es pieza clave del proyecto de secesión, resulta cuando menos inquietante: ¿cómo explicar que si lo que quieren los 72 diputados de Junts pel Sí y la CUP es la independencia, haya de fracasar el proceso por discrepancias sobre quién ha de presidir el gobierno provisional en este trance? Lo que sucede —y en esto está la gran diferencia entre los precedentes que puedan sugerirse y el actual proceso de desconexión — es que esta vez el gran ímpetu rupturista no proviene de móviles ideológicos sino de una rabieta que sólo en parte puede atribuirse a razones políticas. En muy difícil de creer, en efecto, que el viraje de la cúpula de CiU —capitaneada en los momentos álgidos por Artur Mas y Oriol Pujol Ferrusola, que tuvo que dejar el escaño por los primeros escándalos de corrupción— no guarde relación con el creciente estruendo provocado por la evidencia de que el reinado de Pujol fue en realidad un gran negocio familiar y de clase, en que los hijos del patriarca y otros privilegiados del entorno actuaron como comisionistas. Lógicamente, esta construcción argumental, avalada por el fundador de CDC —Jordi Pujol no ha tenido empacho en arrasar la memoria de su propia obra, apoyada en abundante bibliografía, con tal de salvar lo salvable del naufragio— tenía que mantener a su frente a alguien de la casa, a quien el clan Pujol había designado como albacea testamentario y como administrador de los intereses familiares. Produce asco constatar la evidencia y comprobar cómo la sociedad catalana todavía no se ha librado de la huella semejante fraude. Porque la independencia suena en el oído de algunos como una generosa e indecente amnistía general.

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