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León

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Llamar guerra a la guerra. Nombrar una realidad es la primera regla, no sólo para darle vida sino también para acabar con ella. Quien la esconde detrás de eufemismos es o un idiota o, lo que es peor, un malvado. Usar el lenguaje con equidistancia sólo lleva a perderse en la maleza de la ambigüedad y la ambigüedad no resuelve el problema. Solo lo pospone, lo hace más grande y, a veces, lo vuelve irresoluble. Llamar guerra a la guerra. Porque, aunque pensemos lo contrario, aunque los biempensantes del adoctrinamiento único crean que se puede, no, no se puede. Esto no es un acto de voluntad. Por más que queramos camuflarlo detrás de palabras más suaves, dejar de nombrar a las cosas por su nombre no hace que desaparezcan. Esto no es la revolución de los claveles. Cuando nos quedamos a cubierto, en realidad estamos haciendo el caldo gordo a los que tienen claro cuáles son sus objetivos, a todos los que quieren imponer el estado del terror perpetuo, la muerte de la libertad, el dominio de la violencia, y la esclavitud del espíritu. Así de simple, así de abominable. Su religión es la muerte, ponernos delante de la nada y ver hasta dónde aguantamos la náusea. Llevan años haciéndolo. Y, sí, su víctima es Occidente, la visión del mundo y la forma de vida que impera aquí, en este lugar del mundo al que ellos tratan de traer su campo de batalla. Y, sí, llevan años masacrando y asesinando a la población musulmana, usándola como rehén con el objetivo de que sea su concepto del mundo el que impere. Llamar guerra a la guerra. Y llamar dogma al dogma. Y sumisión a la sumisión, y libertad a la libertad. Y libertad es tolerar ideas y formas de vida que no nos resultan tolerables. Y la homosexualidad, y el libertinaje y la blasfemia y, sobre todo, el libre albedrío, no deben estar nunca en tela de juicio.

Hay pocos lugares en los que uno pueda sentirse europeo. En realidad, creo que el único sitio del mundo en el que me creo en Europa es París. París es la luz de la incertidumbre, ese país del que nunca nadie debería moverse, ese estado en el que se combaten todas las facciones, en el que, como dijo Saint Just, todos los sillares están cortados para el edificio de la libertad, es el país del mediodía, la nación en el que la política no es la religión, en el que la sumisión se entiende como algo ajeno y extraño. Es la patria del hombre rebelde, «el que rehúsa a la divinidad para compartir las luchas y el destino comunes».