CUARTO CRECIENTE
Tambores de guerra
Leo a un reputado columnista escribir esto: «No es buen momento para los pacifistas». Y esto: «No se puede derrotar al enemigo sin causar dolor». Y esto: «En la guerra no se trata de convencer, sino de vencer». Y me entran escalofríos al ver la frase de Unamuno al bárbaro de Millán Astray puesta al revés para justificar «la legítima defensa».
En todas partes escucho tambores de guerra. Apelaciones a la movilización general. Es la Tercera Guerra Mundial, dicen. La guerra de los mil años, escriben, que se libra desde la batalla de Guadalete a las guerras del Golfo y de Irak.
Y esa es nuestra derrota. Los terroristas están cambiando nuestra mentalidad a la vez que quieren cambiar nuestros hábitos. De momento, no nos queda más remedio que recortar libertades en favor de la seguridad. ¿Y qué hacer contra fanáticos suicidas? Después del fracaso de Irak, no estoy seguro de que al terrorismo asentado en Europa se le venza con un portaviones en el Golfo y una guerra convencional. Las soluciones pasan por reforzar a la policía, a sus servicios de inteligencia y a los jueces, pero también por reducir las desigualdades, integrar a los inmigrantes y reequilibrar las relaciones internacionales en lugar de dar patadas a los avisperos. Por convencer.
Es cierto. No es buen momento para los pacifistas. Se oyen llamadas a cerrar las fronteras a los refugiados porque se nos cuelan los terroristas —y ya de paso, cerremos también los aeropuertos y abramos campos de internamiento como hicieron los Estados Unidos con sus conciudadanos de origen japonés después de Pearl Harbour— aunque para ello abandonemos a los que huyen de la yihad.
Leo que hay jóvenes árabe-europeos seducidos por «ese resplandor de la muerte que hipnotiza». No nos dejemos hipnotizar nosotros por el ardor guerrero. «Este dolor que estamos sintiendo no se va a curar porque se cause otro dolor. Queremos que se cure con justicia y amor, justicia para los que lo han ejecutado y financiado y amor para todas las víctimas y sus familias», decía el domingo el tío de uno de los españoles asesinados en París. Pero su voz no se escucha lo suficiente.