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Publicado por
Julio Ferreras educador, ex catedrático de IES
León

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E n las democracias, todos los pueblos viven momentos decisivos en épocas de elecciones, y de forma especial, cuando éstas son de ámbito nacional. Se podría afirmar que el voto es uno de los actos de mayor responsabilidad social de los ciudadanos, ya que eligen a los políticos que van a gobernar el país en los próximos años, lo cual va a marcar el futuro de la sociedad en una u otra dirección. ¿Somos verdaderamente conscientes de lo que esto significa? ¿Se educa a los ciudadanos para ser responsables a la hora de emitir un voto tan decisivo? La respuesta a esta última pregunta no puede ser afirmativa, pues ello supondría que materias como Educación para la ciudadanía o«Educación cívica ocuparían, en los programas educativos, el lugar que les corresponde, y sabemos que no es así, no hay más que echar una ojeada a la Lomce.

Y, si no se educa en esta materia tan importante, ¿cómo van a ser realmente conscientes los ciudadanos de lo que significa el hecho de votar en las democracias? Con ello quiero decir que, así como se habla tanto del derecho a votar de toda persona, se debería hablar igualmente del deber y la responsabilidad del voto, y asimismo de la obligación de las instituciones a impartir esa educación ciudadana. Sin duda, ese acto de gran responsabilidad social debe marcar la diferencia entre una democracia incipiente y aquella consolidada. Pero —nos preguntamos— ¿cuáles podrían ser las líneas generales de una educación de esta responsabilidad? En primer lugar, reconocer este derecho de los ciudadanos a recibirla, y de los gobernantes a impartirla, en condiciones de total imparcialidad y de la mayor objetividad. En esa educación, se aprendería que no hay que dejarse llevar, al emitir el voto, por las apariencias externas, como el físico, la edad, el sexo, el origen familiar, el expediente académico, las riquezas o la fama social. Más bien hemos de exigir, de un buen gobernante, que posea las cualidades de un estadista (un hombre de estado, más que de partido): ser buen comunicador y conciliador, huir de la contienda y la afrenta, poseer capacidad de diálogo y de autocrítica así como de conseguir acuerdos, saber escuchar y encontrar la mejor solución para todos, anteponer los intereses del pueblo y de las mayorías sobre los personales y del propio partido, etc.

Un buen gobernante ha de ser, ante todo, una persona entregada a hacer el mayor bien para los demás, lo cual supone haber superado los apetitos y privilegios particulares y del poder; por eso, dice Platón que el poder solo se debería conceder a los hombres que no lo adoran. Evidentemente, el buen gobernante no se apega al sillón y al bastón de mando; al contrario, sabe irse en el momento oportuno, el mal gobernante no sabe nunca irse, sino cuando le echan. Un buen gobernante no solo habla de economía (pues «no solo de pan vive el hombre»), sino de otros muchos aspectos de la sociedad, igualmente importantes, como el empleo, la salud y la educación, el respeto al medio ambiente, y en general, la justicia social y la igualdad de oportunidades.

A este respecto, recordemos a esos grandes políticos, verdaderos estadistas: Abraham Lincoln, Roosevelt, Winston Churchil, el Mahatma Gandhi, Mandela, cómo supieron tomar las decisiones más adecuadas para el bien general, en momentos de tanta trascendencia para sus pueblos y para todo el mundo, pensando siempre en los intereses del bien general antes que en los del propio partido. ¿No es ésta una asignatura pendiente en nuestro país? ¿Y cómo se hace un gobernante así? Comenzando por educar a los pueblos en los auténticos principios y valores éticos y humanos, uno de ellos es la responsabilidad del voto.

De esta forma, el ciudadano responsable, que ha recibido esa educación, se ocupa de informarse, con la mayor independencia posible, de los programas de los partidos políticos, y de manera especial, de los candidatos a presidente de gobierno, y les exige una altura de miras que sobrepase los intereses personales y de partido. A este respecto, el voto duro o incondicional podría considerarse un voto irresponsable, es decir, votar siempre y por sistema al mismo partido, sin reflexionar sobre su gestión política y social (si ha gobernado), podría indicar una falta de independencia y de libertad personales, y también manifestaría una ausencia de madurez y de responsabilidad políticas. El ciudadano responsable sabe valorar si el político es una persona verdaderamente preparada para los cargos de tan alta responsabilidad, y si posee las cualidades arriba reseñadas, o es más bien un arribista que utiliza la política como modo de vida y para gozar de privilegios, porque no tiene o no le atrae otra profesión. El ciudadano responsable no se deja influenciar por nada externo a él, sin antes someterlo a reflexión y examen, no confunde la experiencia política con el apoltronamiento en el sillón, no hace caso de las encuestas porque están casi siempre manipuladas, no escucha al político que ha gobernado y le promete ahora lo que antes no ha realizado, y, en el caso de un partido con una corrupción generalizada, el ciudadano responsable trata de borrarlo del mapa político, si ese partido no asume todas las consecuencias políticas y penales, y realiza una profunda regeneración política, auténtica y efectiva.

En el caso de los partidos sin práctica política, el ciudadano responsable está muy atento a todos los detalles en la exposición de sus programas, comprueba el grado de coherencia de sus declaraciones, y sobre todo, observa si su acción política está más pendiente de las necesidades de los ciudadanos que de las presiones de los que detentan el poder económico. Y en consecuencia, decide si les otorga o no un voto de confianza, pero sin exigirles lo mismo que a los partidos que han gobernado.

Finalmente, el ciudadano responsable sabe que hay una clase de políticos que no muestran especial interés por impartir este tipo de educación, porque así pueden manipular mejor a los ciudadanos. Esos políticos saben que un ciudadano cultivado (tanto desde el punto de vista cultural como ético), no se dejará nunca influenciar más que por su propio criterio y su responsabilidad. Sin duda, nuestro país está dando grandes pasos, en este sentido, como lo prueban tantas organizaciones, surgidas recientemente, para cambiar la manera de hacer política.

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