TRIBUNA
¡No más paraísos perdidos!
P arís no mereció el holocausto de semanas pasadas, pero París bien sigue valiendo una misa, de rogativas, para que las aguas del diluvio que nos amenaza no sigan subiendo y anegando la tierra. En esas peticiones están decenas de países del mundo, auténticos oasis de vida, amenazados de muerte, si la Cumbre Climatológica no ha sido capaz de tomar las austeras y enérgicas medidas que el sentido común demanda para que el enfriamiento de la tierra sea una realidad, «un paso histórico», en los próximos años.
Hace tan sólo unos meses, hablando con un pescador salvadoreño del puerto de la Libertad, en la costa del Pacífico, me lo confirmaba: «el mar sube más y más cada año, y se nos está tragando la tierra». Más de 40 países (islas, archipiélagos) sembrados al azar por los mares del mundo (Pacífico, Caribe, Indico, Atlántico), sufrirán, más bien pronto que tarde, la desaparición, y con ellos miles de personas tendrán que buscar otras tierras o morir en las suyas. El mundo, en Tuvalu, Vanuatu, dirá adiós a vulnerables y pacíficos aborígenes de collares de flores al cuello, playas de coral, montañas de fantasía, y el nombre de Álvaro de Mendaña y Neira, leonés, berciano, de Congosto —donde la niebla de invierno deja sobre el pantano de Bárcena la imagen borrosa y apacible del mismo mar que Mendaña encontró al arribar a las costas del archipiélago Salomón— , dejará de ser el flamante Adelantado de las Islas de loa Mares del Sur que Felipe II nombró.
La desaparición de todo ese mundo de realidad y ensueño sería la señal inequívoca de que allí nunca hubo nada, nadie allí llegó. Y de prisa y corriendo tendríamos que enmendarle la plana a la historia, borrando nombres de países ya inexistentes, quemando libros viejos, viejos mapas de navegación, derribando estatuas de descubridores, para que todo se apague con la soledad y el silencio de mares en calma, que proclamen: ¡Aquí no hubo nada!, y tengamos que confiar al recuerdo y a la nostalgia tantos paraísos perdidos. ¡No podemos quedarnos tan frescos y de brazos cruzados ante la ciega y desmedida ambición de los poderosos!
Por eso, ante el temor a que el mundo se nos empequeñezca, a los hombres de buena voluntad, se nos encoge el corazón. ‘Tuvalu mo te Atua, Tuvalu para el Todopoderoso’ (como reza el lema de su escudo), ya no será una ofrenda votiva a la magnánima divinidad, sino un sacrificio al dios Mammón que no conoce la compasión y ha sembrado el temor, la angustia y la desolación ante la paulatina desaparición de esos paraísos, como otra nueva forma de terrorismo mundial.
Por eso, queremos, demandamos y esperamos que París siga valiendo una misa, donde los oferentes pongan sobre el altar del mundo las ofrendas de un «nuevo modelo energético», de supervivencia para la tierra y la vida, por encima de la ambición, la extinción y el olvido.