Cinismo, hipocresía
E stá claro que la humanidad olvidó los Mandamientos de la Ley de Dios que Moisés nos transmitió hace bastante tiempo, allá en el Monte Sinaí. En la práctica, hombres y mujeres transgredimos cada día los preceptos; el Vellocino de Oro y sus derivaciones siguen guiando los pasos de los mortales. De casi todos, según dicen.
Más tarde aparecieron nominados los Siete Pecados Capitales: Gula, Avaricia, Ira, Pereza, Lujuria, Envidia y Soberbia. De la ira tendría mucho que hablar el propio Moisés; le entró un pronto y rompió las Tablas de la Ley. Autores hay que los definen como el origen del resto de pecados. Tal como he creído leer, no se llaman capitales por su dimensión, sino porque engendran otros con los que, in crescendo, hace gozar (o reírse) al remitente, y atormentan al receptor en cabeza tronco y extremidades. En resumen que, directa o indirectamente, engloban a los iniciales descritos; vicios malignos desarrollados a lo largo del tiempo. No son pecados graves en el sentido religioso de la palabra, pero laceran cual afilada daga. A saber: el cinismo y la hipocresía. Ambos conceptos provienen del griego. Ya se sabe que a los helenos siempre les ha gustado mucho tocar el tricordo, instrumento musical, variación del buzuki, con el que acompañan la danza del sirtaki; esa melodía que nos enseñó a bailar Anthony Quinn.
La palabra hipocresía está perfectamente definida por la Real Academia Española: «Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». En este punto obligado es citar la frase de mi admirado Jean-Baptiste Poquelin, más conocido por Molière: «La hipocresía es el colmo de todas las maldades». También, una escritora francesa de cuyo nombre no me acuerdo, afirmó: «Exageráis la hipocresía de los hombres. La mayoría piensa demasiado poco para permitirse el lujo de poder pensar doble». Tengo mala memoria, pero Francia ha tenido y tiene escritores geniales. Y, curiosamente, alguno se dedicaba a la política. A ratos. Nuestro Quevedo, muchos años antes lo había comentado: «La hipocresía exterior, siendo pecado en lo moral, es grande virtud política». Tonto no era Don Francisco.
El cinismo, igualmente, lo define la RAE con atinada luz: «Desvergüenza en el mentir o en la defensa de acciones o doctrinas vituperables». Certero, ¿no? Llevamos un tiempo indeterminado comprobando la veracidad de la sentencia; sobre todo este último año. Y no me refiero a la Escuela Cínica de Sócrates. El cinismo, igual que la hipocresía, recientemente se ha manifestado con gran alboroto y aparato en numerosos actos que ahora titulan «medioambientales». De pronto, a los mandatarios del todo el mundo les ha entrado el síndrome del calentamiento global. Esta expresión puede tener más de hipocresía que de descaro, pero ustedes me entienden. ¿Quiénes han sido los responsables de haber permitido el famoso caldeamiento terráqueo? Espero, sí, que organismos fiables hagan el obligado seguimiento de los frutos que se recojan en un futuro presuntamente cercano. En términos coloquiales, todo este affaire más parece una befa o tomadura de pelo, que una seria decisión de cuantos manejan el devenir de los plebeyos.
De política de andar por casa no hablo. ¿Es posible escuchar lo que hemos escuchado pacientemente a algunos a lo largo del año? Pues sí. A base de santa mansedumbre y silencios. Si fueran ciertas todas las promesas lanzadas por ciertos pretendientes a la Cosa, escribiría a un pariente que tengo en Suiza para decirle: «Vente pa´spaña, Manolo. Esto va a ser un chollo». Digo yo.
Así que, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. A fecha de hoy no conozco el resultado del Juego de la Silla.