FUEGOAMIGO
El legado de los pioneros
M ientras el carbón caldea los estertores de sus últimas boqueadas, el valle de Sabero, donde la actividad minera se apagó hace un cuarto de siglo, ofrece nuevas rutas de senderismo y observación por las instalaciones fabriles que dieron vida a sus pueblos durante siglo y medio. El valle de Sabero resume mejor que cualquier lamento el fracaso de los planes de reactivación de las comarcas mineras. A lo largo de su lecho y trepando por la solana se suceden los cuarteles de la minería vertical, descascarillados y envilecidos por el abandono. En contraste con tanto derrumbe, asoman unas pocas actuaciones desorbitadas, como el frontón desmedido de Olleros o el cubo de hormigón plantado en el núcleo siderúrgico de Sabero. Para evitar el tránsito entre los despojos de la minería que salpican los pueblos, la nueva carretera discurre por la umbría, a pesar del riesgo de los hielos que la abrillantan cada invierno.
Pero no todo es herrumbre en la herencia de una actividad que prolongó su laboreo en el valle durante siglo y medio. Desde el castillete de Sotillos, hasta el complejo de San Blas, magníficos testimonios de arquitectura industrial iluminan el futuro de la comarca. Las minas de los ingleses pasaron en 1844 a Santiago Alonso Cordero, un maragato galdosiano al que la lotería redondeó su solvencia arriera. Para que no hubiera dudas, se hizo la mejor casa en la Puerta del Sol de Madrid y un palacio en Santiagomillas, que quiso pavimentar con duros de canto para halagar a la reina. Pero estos alardes no le hacían olvidar los negocios. Fue promotor y financiero del Canal de Isabel II, que llevó agua potable a Madrid. Y esta empresa acució la urgencia de poner en marcha los altos hornos de Sabero, de donde habrían de salir kilómetros de tuberías. Para calibrar las reservas minerales de su nuevo dominio, se asoció con el geógrafo Casiano de Prado, que entretuvo aquel verano de 1845 haciendo catas por el valle. Don Casiano, además de buen zahorí, tenía una pluma de lujo, como revela el arranque de la novela El Jarama, de Ferlosio, con un texto geográfico suyo. La instalación de los altos hornos fue una alternativa a la difícil comercialización del carbón de Sabero, siempre con problemas de distribución. Había que bajarlo a pezuña hasta la estación de Sahagún. Desde su posición cortesana en Madrid, Cordero confiaba en resolver el aislamiento acercando a Sabero una vía del naciente ferrocarril. Así que puso en marcha el primer alto horno en 1847, trayendo con carros de bueyes la maquinaria inglesa desde el puerto de Gijón. El autor de aquel proyecto siderúrgico fue el ingeniero francés Julio Gendre, quien también diseñó la monumental lonja catedralicia de tres naves, que acoge el museo del valle.