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Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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E ste espectáculo como de entremés o novela ejemplar cervantina —¿El coloquio de los perros , por ejemplo?— es buen exponente de hasta qué punto nuestros políticos han levado anclas de la realidad. No sabemos muy bien qué pasa en bambalinas pero, a tenor del runrún que se presiente, las carreras por los pasillos deben de ser pistonudas. Diría incluso que son sus silencios lo más inquietante. Días y días sin una rueda de prensa ni una comparecencia ni unas palabritas ante el rosco de micrófonos ofrecen cierto alivio pero a la vez hacen sospechar. Un político mudo y quieto como liebre amagada es la cosa más acojonante que existe, acostumbrados como estamos a una estirpe de charlatanes que no dejan pasar ocasión sin intentar endosarnos sus muy milagrosos crecepelos. Algo tramarán.

Eso sí, hay una palabra que prodigan y a la que alaban como becerro de oro, y que lleva por sagrado nombre estabilidad . Si ella faltase parece que fueran a caer sobre nosotros los cuatro jinetes del Apocalipsis, y lloverían ranas hasta dentro de las casas. Menos aspavientos: quieren mayorías amplias para hacer y deshacer a su antojo sin repartirse la merienda con nadie. Un partido político al uso no es en realidad un partido. Se parece mucho más a una sociedad anónima o a la mafia calabresa antes que a una comunidad de vecinos.

Mi cuñado el de Armellada se indigna. «Pero, ¿qué hacemos desde que nacemos? ¡Pues negociar!», clama. Y no le falta razón: antes incluso de hablar, negocia y calcula el crío cuanto puede conseguir de sus padres; pacta o desafía el adolescente la hora de volver a casa, normalmente tirando por lo alto; intenta acordar y ajustar el trabajador sus salarios y descansos; nos pasamos la santa vida dedicados al regateo, cediendo aquí y plantándonos allá, discutiendo y considerando. Una cultura cotidiana de la que parecen carecer los políticos, hasta ahora muy cómodos en sus amplias bancadas.

El buey solo bien se lame, dice el refrán. Pero ahora les hemos echado encima el yugo de la pluralidad necesaria. Y que no se suelten, aunque les pique la mosca.