CUARTO CRECIENTE
Violencias
C onmueve ver a Obama con lágrimas en los ojos mientras se acuerda de las víctimas de la violencia. Hay más armas que personas en los Estados Unidos y su presidente, ante el bloqueo de los republicanos —que aún piensan que ser propietario de una pistola o incluso de un fusil de asalto es un símbolo de libertad y de independencia— ha decidido adoptar medidas por decreto para atajar el problema.
Se echa en falta en nuestros presidentes alguna señal de empatía como la de Obama. Aquí, en España, las armas están más alejadas de la gente, pero siempre hay quien encuentra la forma de matar. Aquí tenemos nuestra propia lacra; la violencia contra las mujeres, la pesadilla que no cesa, el horror que nos deja en evidencia y que revela lo lejos que estamos de ser tan civilizados como creemos.
Y no estamos haciendo lo necesario para cambiarlo.
En primer lugar porque todavía hay demasiada gente que no le concede al problema la importancia que tiene. Un alto prelado de la Iglesia decía hace unos días, por ejemplo, que las mujeres mueren porque no obedecen a sus maridos, como si la solución fuera que volvieran a ser sumisas.
Y efectivamente, las mujeres son más independientes. Se pueden divorciar desde hace treinta años, faltaría más, o abrir una cuenta bancaria sin pedirle permiso a su marido. Las mujeres mueren —y ya lo ha hecho dos en lo que va de año— no porque sean desobedientes, sino porque todavía hay maridos, novios o amantes que no entienden que todas las personas somos libres. Que nadie le debe obediencia a nadie.
Esto, que parece evidente, como el derecho de los norteamericanos a caminar por la calle sin que nadie les pegue un tiro, todavía hay que decirlo. Bien alto. Decir que hace falta un Pacto de Estado para atajar la violencia de género, un pacto con tres pilares; educación para que haya menos maltratadores; prevención, para que los que hay no actúen; y protección, para que cuando actúen, ninguna de sus víctimas vuelva a sentirse desamparada. Y si todos nos ponemos de acuerdo en esto, si todos comprendemos que es un problema muy serio, quizá no echemos en falta que llore nuestro presidente.