FLORES DEL MAL
De birras en Williamsburg
C uando empieza el año, además del mostrenco estribillo de cambiar de vida —dejar de fumar, cultivar el cuerpo, desasnar el alma y sembrar un huerto— me asalta cierta ansiedad ambulatoria y suelo cambiar de cielo y alejarme de casa para echarla de menos. Escribo estas líneas antes de viajar a Nueva York, que es una de esas ciudades en donde puedes ser atropellado deliberadamente en la acera por un peatón. Es uno de sus mayores encantos junto a las rebajas de Macys y los outlets de New Jersey. Aunque no es que yo sea muy de ir de compras, la verdad, de hecho cuando viajo es raro que compre algo que no se pueda beber, por eso desde hace un tiempo suelo evitar Escocia por prescripción facultativa. La última vez que estuve navegando por las Hébridas lo que me llevó allí fue conocer la isla de Jura y conocer la casita blanca colgada de los cantiles en la que Orwell escribió 1984 . Me costó encontrarla —la casita, no la isla— por un exceso de afinidad con el whisky Lagavulin, que aún perdura.
Ya no es el deseo de cambiar de alma lo que me induce a poner tierra o mar de por medio, de sobra sé que viajar es un verbo intransitivo, porque el polvo de los caminos no induce ninguna metamorfosis en el alma, como mucho en el ánimo. Ítaca es un lugar virtual, sólo el camino es real porque cuando llegas a Ítaca y te asomas al alma comprendes que es imposible abandonar la ciudad de origen: viaja contigo, como viaja tu sombra. Cambia de cielo, pero no de alma el viajero porque, como en el verso del poeta de Alejandría, con él viajan también sus desazones y los estigmas que la vida ha ido dejando como un poso. Sólo podríamos disfrutar de lo nuevo que se ofrece a los ojos siendo cándidos como los niños, percibiendo el espectáculo de la vida sin el filtro de lo ya vivido. Viajar quiere ser un inútil empeño por recuperar la infancia. O una manera de pedir a la distancia lo que sólo el tiempo puede conceder poco a poco. Por eso el viajero acaba, por lo común, volviendo a casa como un Ulises desimantado. Hacer turismo es viajar lejos en busca del deseo de volver a casa.
La última vez que estuve en Nueva York me quedé con ganas de conocer Williamsburg, el barrio hípster con inquietudes artísticas e ínfulas de modernez. En otro tiempo fue territorio apache dominado por las mafias, pasear por sus calles era temerario o heroico, luego se intoxicó de crack, de farlopa cristalizada que dio de qué vivir a los camellos y de qué morir a sus clientes. Ahora Williamsburg, en Brooklyn, es el barrio de las cervecerías. El que fue humilde y peligroso ahora es un barrio cool y hospitalario, sobre todo por la cerveza artesanal. Por eso voy allí: al fondo de lo desconocido para tomar unas birras.