FUEGO AMIGO
Laciana menguante
L a sangría reciente de León tiene su boquete mayor en Laciana, que lleva perdidos 4280 habitantes en este primer quindenio del siglo. A mediados del diecinueve, la población del valle apenas alcanzaba unos centenares de vecinos, que la pujanza minera elevó hasta los veinte mil. Entre medias, la pretensión del filántropo Sierra Pambley de orientar el desarrollo del valle hacia la transformación de la sus recursos, se vio desbordada por el empuje del carbón. Sin embargo, sus enseñanzas dieron pie a empresas tan emblemáticas en Madrid como Mantequerías Leonesas, cuyo ingrediente está hoy también en decadencia, como la minería.
Si alguno de los intrépidos pioneros que en la segunda década del siglo veinte hicieron aquel primer viaje de deslumbramiento en el ferrocarril minero de Ponferrada a Villablino, regresara hoy a Laciana, encontraría un territorio difícilmente reconocible. Aquel valle de leyenda, habitado por ganaderos, perfumistas, mantequeros e ilustrados filántropos, sufrió una transformación volcánica. Sin embargo, todavía hoy y en cuanto se abandonan los degradados núcleos mineros, que son los más poblados y los que ocupan el lecho del valle, descubre un entorno fascinante de brañas y bosques profundos, hospedaje del urogallo o del oso pardo. Porque cada pueblo lacianiego tiene su réplica en la montaña, un doble resguardado en las repisas del valle, que es la braña. La tradición ganadera obligaba a la alzada, que consistía en el traslado veraniego a los puertos para aprovechar sus pastos de altura. Todavía hoy caminos y veredas centenarios comunican por pendientes abruptas y crecientemente asilvestradas los pueblos del valle con esas colonias ganaderas a las que siguen subiendo cada año con el calor estival los rebaños trashumantes.
También pervive el rescoldo de una cultura peculiar, que tiene su expresión en el pachuezo, variante comarcal del bable cuya pronunciación delata a quienes no son nativos del valle. Para ello se tramaron trabalenguas como este: «Quien nun diga tseite, tsume, tsinu ya tsana, nun ía del vatse de Tsaciana». Que se traduce: Quien no diga leche, lumbre, lino, y lana, no es del Valle de Laciana. El escritor y académico lacianiego Luis Mateo Díez ha apresado en varios de sus libros la magia de ese mundo en trance de desaparecer, alimentado por la oralidad fantástica de los filandones. El paisaje de suaves lomas y altos cuetos del viejo Valle de la Libertad, que plantó cara a los abusos condales, escondía en sus entrañas los depósitos carboníferos de hulla más importantes del país. Su provecho, a lo largo del siglo veinte, transformó el fondo del valle recorrido por el Sil en un territorio de escombreras y poblados tan sombríos y mezquinos como Villaseca.