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EUGENIO GONZÁLEZ NÚÑEZ. pROFESOR DE ESPAÑOL, KANSAS CITY (USA)
León

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F ue un sueño real y madrugador, con final feliz. Un sueño de verdad. Un sueño de catedral con un fuerte olor a incienso y movida presencia de mitras, solideos y báculos, pectorales y anillos de oro y brillantes, tal vez haciendo juego con zapatos negros con hebillas de plata. Allá en un rincón oscuro, apartado y escondido, andaba yo, mudo, mohíno y cabizbajo, haciendo equilibrios por reconocer a viejos colegas del Seminario, ahora revestidos de capisayos de armiño y seda, olorosos a perfume y almidón.

En mi sueño se coló alguien con botones morados y un cierto aire chulesco, que de improviso me soltó: «en Roma pude hacerme rico». «¡A no ser que fuera con el óvolo de San Pedro!», bromeé yo. De repente, rompiendo las normas de liturgia tan solemne como fría, se abrió paso entre la gente el celebrante mayor, tal vez el nuevo y sonriente —una gran virtud en los tiempos que corremos—, Obispo de la Sede Asturicense, y asturiano él, don Juan Antonio.

Me sorprendió que viniera hacia mí, como saliendo a la encrucijada. Me miró y me dijo, «sígueme», porque «ahora es tiempo de caminar», y cuando íbamos cerca del ambón del evangelio, me espetó: «Hoy predicas tú». Me sorprendí y me reí, pero no me arredré. Acomodé el micro, carraspeé, y comencé, «Tú eres la Vida», dije, dirigiéndome al crucificado.

El despertador quebró mi sueño. Con el calorcillo reposado del cuarto no lograba velarme. En duermevela, palabras como verdad, camino, amor, pobreza, sencillez, compasión, rebotaban en la penumbra de mi ventana, y me traían con sus ecos, ansias de servicio, mensajes navideños buenas nuevas de reconciliación, como en los días previos a mi ordenación, casi 50 años atrás.

Me levanté con dos objetivos: servirle el café habitual a mi esposa, y correr a la computadora. Tecleé google.com para que me informara de una noticia que yo había olvidado, el número de curas secularizados que había en España. Hay tantos, que por un momento —ahora ya despierto—, calculé que darían como para repartir a diestra y siniestra, y sobrar, como se menciona en las buenas cuentas del evangélico banquete de la generosidad juvenil.

Mientras desayunábamos, mi esposa me comentó. Tal vez muchos de ellos estarían felices y dispuestos para hacer realidad tu sueño.

¡Mi sueño, Jane, y el de miles más, aunque sin necesidad de oropeles ni pompas en la catedral! Y seguro que el papa Francisco, así como las gentes de buen corazón de muchas parroquias, lo celebrarían.

¡Conservadores del mundo —me dije ya camino de la universidad—, no me reprochéis más, que ya os he oído! «Tu sueño, ¿realidad? ¡Nunca!». ¡Cómo machaca mi corazón dolido el eco de vuestro reproche, hermanos mayores del hijo pródigo!, me despaché sereno, cuando ya entraba en el aula de español.

¡Ayer tuve un sueño…! Les conté a mis estudiantes. Me prestaron atención, escucharon, reconocieron y tararearon I Have A Dream , aplaudieron y acabaron por sonreír.

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