Diario de León
León

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A la farmacéutica le debió parecer un yonkales, medio crudo, con ese desaliño que tanto confunde la ropa montañera que abunda en los centros comerciales de Asturias, los más visitados por los leoneses (que así se excusan de viajar hasta el castillo de la Mota a consultar los planos del que se proyecta en la Granja, aunque esa es una realidad que tampoco interesa relatar), y le dijo que nones, que el broncodilatador así, con esas pintas de mono colgado, no se lo iba a dar, que lo mismo lo quería para colocarse, que es sabida la afición de la gente a salir a esnifar los sábados por la tarde, y nunca se sabe a lo que pueden llegar si se acaba el pegamento antes de la merienda. Y, que después de cómo se ganaban algunas etapas del Tour en la década pasada, no estaba la tarde para fiarse de un fideo, que igual quería aerosol para chutarse en la estación de Feve, con ese estado de semiabandono que invita al desenfreno. La funcionaria del centro de salud le dijo que, si sabía contar, no contara con ella, y que dejara de importunar a las siete de la tarde, que bastante tenía con ir a trabajar en fin de semana y además cobrar por ello. Que si estaba amoratado porque el asma no sabe de fiestas de guardar, que la próxima vez ajustara la crisis respiratoria al horario de trabajo de los médicos de cabecera. El producto en cuestión que salva vidas se paga en céntimos si se acompaña de receta del sistema que se sufraga con impuestos, de momento. Con el bronco espasmo en plan acosador y el estrechamiento de la luz bronquial que aporreaba la puerta del raciocinio, más que el desprecio en los estratos a los que acudió para lograr el salbutamol que le permitiera volver en pie a casa, le hostigó la solvencia que recibió del que descuelga el 112 a 150 kilómetros de aquí. No hay nada que no solucione el mercado negro ante la ineficacia indolente del sistema público de los dieces. El balón roza el larguero de la tragedia; lo interesante sería saber quién iba a dar la rueda de prensa para explicar que el hombre normal, de vida normal, al día con Hacienda, acaba en la sala los Olmos del tanatorio porque no hay broncodilatadores los fines de semana; ni dios que le expida una receta. Igual, el mismo que saca pecho con la fábula de las mejores ratios en brotes de bienestar, con bancadas de algodón para recostar a la gente de bien, mientras unos chavales huérfanos lloran a su padre muerto; y desasistido.

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